
Por esta razón es que la afirmación del gobernador Juan Manuel Urtubey acerca de que vivimos en una sociedad inevitablemente injusta, no solo debe llamar a la reflexión más o menos silenciosa sino también impulsar una reacción cívica, de indignación o de protesta, frente a lo que en apariencia es una debilidad pero que en el fondo no es más que un engaño.
La injusticia, así como la opresión, no tienen nada de inevitable. Las relaciones de dominación y explotación en el seno de las sociedades humanas, así como las formas injustas de vida que estas relaciones modelan e imponen, son siempre el resultado de elecciones y acciones humanas. Pero aunque de algún modo estas conductas forman parte de la naturaleza humana (en la medida en que no son extrañas a ella), la opresión y la injusticia no solo se pueden sino que se deben evitar.
Así lo pone de manifiesto la historia, cuyo examen nos demuestra que, a pesar de la recurrencia de estos fenómenos, siempre han existido grupos humanos y sociedades enteras organizadas en torno a valores como la equidad, la libertad, la solidaridad y la cooperación. Gente común y corriente, como cualquiera de nosotros, que se ha planteado el combate contra la injusticia como un deber, como un imperativo de la propia dignidad.
La injusticia, la inequidad y la opresión no nacen con el ser humano. Al contrario, es la desigualdad la causa procreadora de la miseria, lo mismo que de la opulencia.
De modo que el Gobernador de Salta, antes de proclamar a los vientos que la sociedad que dirige y en la que vive es injusta por naturaleza y que la Justicia solo sirve, si acaso, para «restañar heridas» (como la Cruz Roja), debería pensar en que la desigualdad, que genera pobres cada vez más pobres (y numerosos) y ricos cada vez más ricos, también es la madre de la codicia, de la ambición, de la envidia, del odio y de las discordias, que son las que llevan a los individuos a enfrentarse unos a otros.
Que el Gobernador de Salta no pueda hacer nada para luchar contra la desigualdad -y, por tanto, contra la injusticia- es una afirmación que debería someterse al debate profundo y a la crítica meditada por parte de todos los ciudadanos. Es decir, no es algo que pueda tomarse a la ligera o que pueda pasar por uno de los tantos flatus vocis que se escapan de la boca de un político que está encantado de conocerse.
De esta afirmación no solo preocupan su orientación filosófica y sus previsibles consecuencias políticas sino también sus implicancias teológicas. El juicio revela sin esfuerzo que Urtubey es partidario de esa postura que sugiere que todo lo que necesitamos para vivir es «un poco más de Cristo», cuya presencia en nuestras vidas es el camino para superar la larga historia y las profundas heridas de la injusticia estructural. Pero tal postura -que lo sepa el señor Gobernador- constituye un escapismo teológico.
Contrariamente a lo que se enseña -a veces en profundidad- en demasiados círculos religiosos, de forma implícita o explícita, la injusticia galopante no es inevitable. No es una prueba sorpresa que se nos pone para demostrarnos a nosotros mismos que tenemos más fe en Dios que en el hombre.
Al contrario, la injusticia es más bien un mal intencionado, cuidadosamente orquestado y arraigado, un monstruo nacido de las entrañas de la maquinaria social del dinero, la política, los negocios y también -por qué no decirlo- de la religión. Aunque Urtubey lo plantee en términos irreductibles, lo más importante en relación con la injusticia es que es una afrenta a Dios.
El filósofo y socialista utópico francés Étienne Cabet escribió en 1840 en su libro Viaje por Icaria: «el dinero, la desigualdad de bienes y la propiedad fueron causa de todos los vicios, de todos los crímenes y de todas las desdichas de los ricos y de los pobres».
De modo que la receta para acabar con la injusticia, señor Gobernador, parece haber sido escrita hace mucho tiempo. Bastaría para animarse a combatir las causas que provocan la injusticia la certeza de que la paz es un derecho fundamental del hombre y la responsabilidad de su mantenimiento es de todos y cada uno de nosotros.
Por eso es que desde aquí lo animamos a dar la batalla a cara descubierta contra los cinco mitos de las sociedades modernas que promueven la inequidad y la injusticia: el elitismo (que usted practica con mimo), la exclusión (que usted afirma combatir pero que no lo hace), el prejuicio (al que usted ha convertido en el cimiento de su gobierno), la codicia (retratada en el modo de vida de la mayoría de sus funcionarios y amigos) y la desesperación (el efecto que sus políticas han provocado en la población tras ocho años y ocho meses de errores).
Dejemos de ver a estos males sociales como mitos (o como metas) y acabemos de una vez con la idea de que son inofensivos. Si su gobierno impide que los salteños valoremos a estos cinco factores como «inevitables», impediremos también que la sociedad sea invadida y atravesada por la desesperanza, y se produzca así un daño aún mayor a nuestro tironeado tejido social.
Las herramientas para evitar que la injusticia nos gane la batalla están en sus manos. Úselas, por favor.