La clase magistral de Instrucción Cívica

Corría el año 1974 y mi profesora de Literatura de quinto año me pidió que hablara con mi padre -que por entonces era senador nacional- para ver si mi división podía un día ir a visitar el Congreso de la Nación.

A las pocas semanas se concretó la visita; no sin algún que otro inconveniente, ya que el entonces Director de Relaciones Oficiales de la cámara alta, señor Carmelo Prudente, no pudo estar allí el día señalado, y fue mi padre quien, un poco a regañadientes, tuvo que oficiar de improvisado cicerone.

Luego de examinar cada rincón del edificio, con la misma minuciosidad del que busca un artefacto explosivo, mis compañeros, mi profesora y yo, fatigados por la recorrida, nos sentamos en un suntuoso salón que estaba a pocos metros del recinto de sesiones de la cámara. Mi padre lo hizo poco después, y tras rechazar la invitación a sentarse en la cabecera, desde un asiento minúsculo, muy parecido al que le dieron a Peter Sellers en su famosa película La Fiesta Inolvidable, nos preguntó si recordábamos lo que dice el artículo 1º de la Constitución Nacional.

Todas las miradas, incluida la de mi profesora, se dirigieron a mí, pues ya por entonces tenía alguna fama de leguleyo. Sin embargo, para no faltar a mi costumbre me quedé en blanco y recité aquel artículo de forma tan deficiente, que si viviera Facundo de Zuviría se habría avergonzado de haber nacido en la misma ciudad que yo.

El caso es que mi padre, con paciencia pedagógica, nos explicó en qué consistía la forma republicana de gobierno. Y lo hizo con las siguientes palabras: «Eso quiere decir que hasta el más humilde de nosotros puede convertirse algún día en Presidente de la Nación».

Y añadió: «En las monarquías, incluidas las parlamentarias, no sucede eso. La jefatura del Estado está reservada a la familia del monarca».

Si lo que quiso mi padre entonces fue animarnos a participar en la política, su breve descripción del igualitarismo republicano fue todo un acierto. La mayoría de los que allí estábamos pensamos inmediatamente que algún día podría -por qué no- tocarnos a nosotros y ser los elegidos para dirigir el país desde la más alta magistratura.

Uno de mis compañeros le preguntó a mi padre: «¿Pueden ser presidentes incluso los imbéciles y los farsantes?» La respuesta fue, por supuesto, «sí».

Claro que nos tranquilizaba la idea de saber que así como cualquiera de nosotros, actuando individualmente y en condiciones normales, es capaz de distinguir a un ciudadano decente y provechoso de un imbécil y de un farsante, llegado el momento el conjunto de los electores sabría hacer lo mismo.

Mi padre nos habló entonces del respeto que nosotros los ciudadanos debemos a la investidura presidencial, aun cuando tengamos la certeza de que el que nos gobierna es uno igual a nosotros, o incluso peor. Y nos dijo con una solemnidad de la que solo él era capaz que el respeto -que debe ser en cualquier caso recíproco- nace de una especie de combinación perfecta entre la libertad y la igualdad que proclama nuestra Constitución. Solo los que no creen en la igualdad y los que no experimentan la libertad son incapaces de sentir este respeto.

La clase terminó allí, no sin antes de que el grupo se enterase por boca de un alto responsable de la Dirección de Comisiones que el señor Prudente había tenido que viajar de urgencia a Tucumán para encontrarse con su primo, el doctor Mesurado. También nos enteramos allí mismo, casi al pasar, que le habían puesto ¡por fin! el teléfono a Larumbe.

Desde entonces es que pienso que los ciudadanos podemos criticar todo lo que queramos a un gobierno en particular, y que incluso tenemos el deber de hacerlo. La ciudadanía libre y la crítica son dos caras de una única moneda.

Pero al mismo tiempo pienso también que le debemos al ciudadano que ejerce la primera magistratura del país un respeto mínimo, no tanto por lo que hace (que puede hacerlo bien mal) sino por el lugar que ocupa y que le ha sido asignado por el voto popular. Si en virtud del principio republicano, que tanto nos importa y nos conmueve, fuésemos nosotros los que un día ocupáramos ese lugar, con seguridad nos gustaría que los demás sintieran por nosotros ese respeto cívico elemental, por muy feroces que pudieran al mismo tiempo ser sus críticas.

Podemos opinar, incluso del peor modo, de las políticas y de las decisiones del Presidente, pero no faltar el respeto a su persona o hacerlo objeto de burlas. Cuando un presidente pierde autoridad, por la razón que sea, los ciudadanos que formamos la República también perdemos, en dignidad, en seguridad y en decoro. La disolución de la autoridad presidencial aboca a desgracias que afectan a todos y no solo a quienes la promueven.

Mi generación lo aprendió con la humillante caída del presidente Illia, a quien la historia luego recompensó justa pero tardíamente. Es imposible olvidar que la caracterización de Illia como un presidente débil, timorato e influenciable, fue parte de una estrategia de representación de su gobierno y de su figura que empezó inocentemente en la revista Tía Vicenta, con los dibujos de Landrú y la imagen de Illia como una tortuga, y acabó con un altanero general desalojando por la fuerza al presidente legítimo de la Casa Rosada.

Desgraciadamente, aquella clase de instrucción cívica fue solo para 5º 3ª del Colegio Nacional Nº 6 Manuel Belgrano de Buenos Aires, de la calle Ecuador 1158, al que yo asistía. Si mi profesora de Literatura hubiese estado un poco más inspirada, tal vez hubiera invitado aquel día al Congreso a los que por entonces iban a los cursos inferiores del bachillerato, entre los que figuraba un tal Marcelo Hugo Tinelli, nacido en 1960, dos años después que yo.

Tal vez, si la profesora acertaba en su selección y los otros alumnos del colegio escuchaban aquella modesta pero contundente lección del respeto cívico a la investidura presidencial, esta es la hora en que un farsante no estaría amenazando la democracia argentina, socavando la solidez de sus instituciones y dañando la imagen internacional del país con las burlas al Presidente de la Nación.