La vida feliz en Cautelandia

Cuando los argentinos se den cuenta del peligro mayúsculo que para sus derechos y sus libertades supone el activismo judicial desbocado, muchas cosas comenzarán a cambiar en el país.

Los jueces a menudo recelan de la interferencia de la política en su trabajo, pero cuando tienen la ocasión, no dudan en meterse en las cosas de la política, como si tuviesen el derecho divino de hacerlo. Muchos magistrados sueñan en su intimidad con ser legisladores o ministros. Ello, sin contar con que un juez de la Corte Suprema, muy conocido él, quiere ser nada menos que Presidente de la Nación.

La forma que los jueces han encontrado para ejercer una suerte de gobierno paralelo y subrogarse así, ilegítimamente, en las decisiones que corresponden a otros poderes del Estado, ha adoptado la forma de medidas cautelares.

Hablamos de órdenes judiciales tajantes y expeditivas, de automática ejecución, que en una gran cantidad de casos se adoptan sin audiencia de la parte perjudicada; que se conceden sin contracautelas y muchas veces en abierta contradicción con el principio fumus bonis iuris, o apariencia de buen derecho.

Todo buen juez que se precie siempre tiene una cautelar a mano y otra cautelarcita en el horno, porque un juez sin cautelares es como camionero sin piola o modista sin tijera.

Las medidas cautelares son también llamadas «provisionales», precisamente porque son inestables y precarias, en razón del examen superficial del derecho y del peligro en la demora. Pero aun a despecho de su precariedad, la cautelar es la forma de vivir que tienen los argentinos; es decir, siempre sobre ascuas, sin saber si están pisando terreno firme o no.

Un juez cualquiera, aun del rango menos favorecido de la escala, puede en cuestión de minutos echar abajo una ley, tumbar un decreto o anular la eficacia de cualquier acto serio de los otros poderes públicos. Para eso, el argumento constitucional (un valetodo jurídico) les proporciona un paraguas de protección casi infinita. Saben que nadie o casi nadie les va a pedir cuentas por una cautelar prevaricadora o por una medida para la cual carecen de competencia.

Así, un juez penal de Campana puede echar abajo un acto administrativo en La Quiaca, que a nadie le parecerá extraño ni irracional. Siempre que la resolución tenga un cierto vuelo literario. No en vano, muchos jueces creen que la palabra 'cautelar' viene del francés «cautelaire» y por eso se creen que deben escribirlas cual si fuesen Baudelaire.

A nadie le procupa que la justicia, que existe para establecer verdades jurídicas objetivas y virtualmente definitivas, emplee buena parte de sus recursos en consagrar el imperio de la provisionalidad, con verdades a medias. Es la tiranía ardiente de las apariencias frente a la tibieza de la realidad. Al fin y al cabo, ¿por qué preocuparse por esto, si el país en su conjunto es un continuo coexistir de medias verdades y medias mentiras?

Cuando un gobierno no puede hacer lo que se propone, porque el activismo judicial no le deja, ¿qué de malo hay en intentar meter mano en la judicatura para poner allí a jueces que en lugar de destruir sus decisiones las aplaudan? Si al final le están sirviendo a los tiranos el desayuno en bandeja.

Es decir, que si los jueces no se metieran tanto en la política, so pretexto de defender la Constitución y vaya a saber qué valores superiores intangibles e invariables desde el Código de Hammurabi, probablemente los políticos les dejarían hacer su trabajo con más tranquilidad.

Para peor, la doctrina jurídica de las medidas cautelares de la Argentina es una de las más sofisticadas del mundo. Mientras en otros países este tipo de pretensiones suelen ser sometidas a un análisis exhaustivo y a miradas desconfiadas, para no favorecer el oportunismo, la indefensión y la vulneración de derechos de personas ajenas al proceso, en la Argentina el negocio cautelar marcha viento en popa.

Tanto, que algunos poco informados celebran las resoluciones judiciales cautelares como un verdadero triunfo. Así, aunque el fondo del asunto se pierda irremediablemente. Una cautelar bien trabada es para muchos, la contracara de lo que se ha dado en llamar últimamente el 'revés judicial'.