
Lo demuestra el hecho de que dos funcionarios, como el Ministro de Seguridad y el interventor del Instituto Provincial de la Vivienda, deban dedicar su tiempo (que se supone valioso), gastar papeles y sellos y ocupar las oficinas públicas para firmar un convenio cuyo objeto será que el gobierno instale un destacamento policial en un barrio.
¿Es que el poder supremo del Estado no es suficiente para imponer la comisaría, cualquiera sea la opinión que al respecto pueda tener el señor que dirige el Instituto Provincial de la Vivienda?
Se podrá decir que la administración central del Estado y el IPV son dos entes con personalidad jurídica diferenciada, pero es éste una argumento jurídicamente muy débil y políticamente ridículo. La autoridad del Gobernador está por encima de estas minucias, y si él decide que ha de instalarse un puesto policial en cualquier espacio público (incluidos los barrios que construye o dice construir el IPV) basta con la decisión del Gobernador.
Mañana, en vez de una comisaría puede ser un centro de salud, un juzgado o una fiscalía. ¿Habrá que pedirle permiso también al interventor del IPV?
La auténtica realidad es que a estos señores les gustan los convenios; no tanto por lo que jurídicamente representan (que a veces no representan nada, como en este caso) sino por el hecho de sentarse a firmarlos delante de los fotógrafos, lo que siempre confiere más empaque y ceremonia a los gestos más inútiles e intrascendentes.
Cualquiera se podría preguntar qué ocurriría si el interventor del IPV no prestara su consentimiento (imprescindible para dar vida al convenio, como a cualquier contrato) para la instalación de la comisaría. Es obvio que duraría en el cargo unos diez minutos, tiempo de gracia que tendría para empezar a colocar sus enseres en una caja de cartón.
Una comisaría se instala -generalmente- por una necesidad relacionada con la seguridad pública, que es una función indelegable del Estado, en la que los llamados 'organismos descentralizados' tienen poco o nada que decir. La decisión la toma el Gobernador y la ejecuta su ministro, cuya autoridad es suficiente para ordenarle al IPV que haga en el barrio lo que tenga que hacer para que la comisaría pueda funcionar.
Para eso basta una llamada por teléfono o un simple whatsapp. Un convenio (con todo lo que ello supone, incluida la pasión de los funcionarios por figurar y la necesidad de alguno de ellos de lavar la pésima imagen del organismo que dirige) es una burla al Estado de Derecho y un insulto a la inteligencia de los salteños.