
Por un momento he experimentado la angustiante sensación de que la Ley, esa herramienta soñada por Montesquieu como un escudo para impedir que las mayorías transitorias impongan sus deseos sobre el conjunto de los ciudadanos, la misma que fue concebida para evitar que la arbitrariedad y el desparpajo se impongan sobre los derechos de todos, está en manos de policías disfrazados de jueces o de magistrados con alma de policía.
Porque en una sociedad en la que, con el pretexto de defender la seguridad amenazada, se avasallan con tanta ligereza las libertades individuales de las personas, no son los policías sino los jueces los que tienen que defender el imperio de la Ley. De modo que si los jueces, en lugar de cuestionar los métodos policiales y someterlos a un cuidadoso escrutinio crítico -lo cual es su obligación- se pliegan sin mayor análisis a las tesis policiales, sucede sencillamente que la Ley se convierte en papel mojado y los ciudadanos en juguetes en manos de los tiranos.
Ampliar el ámbito de acción de la Policía y hablar de «activismo» y de «eficacia» policial en términos positivos, significa automáticamente reducir el espacio de las libertades ciudadanas; es decir, recortar un horizonte que los jueces deben esforzarse en ampliar y no en restringir.
Hablo de tristeza y no de indignación, porque conozco a la mayoría de los jueces que integran la Corte y debo decir con la mayor sinceridad de que soy capaz que su trayectoria personal y profesional me inspira un profundo respeto. También porque me constan, aunque con alguna que otra excepción notable, sus esfuerzos por imprimirle a la actividad jurisdiccional un contenido ético normalmente ausente de los actos de los demás poderes públicos.
Por estas razones precisamente esta sentencia es triste y preocupante, porque da la impresión de que ha sido redactada a la medida de los intereses de un poder oculto que los ciudadanos no podemos ver ni mucho menos controlar.
No creo que en el ánimo de los jueces a los que conozco habite la idea de una Policía superpoderosa y omnipresente. La aspiración o el deseo de una policía «eficaz» es sencillamente antidemocrática y contraria a las demandas, ampliamente compartidas, de una Policía mínima, sometida a la Ley y al control de los tribunales. Conociendo la forma de pensar de algunos a los que no quiero nombrar, no me cabe la menor duda de que esta desafortunada sentencia será utilizada -si es que no lo está siendo ya- para profundizar el autoritarismo y cobijar toda clase de abusos, incluidos el maltrato y -aunque cueste decirlo- la tortura.
Me resulta un poco desilusionante que la mayoría de mis colegas abogados se escandalicen por los atropellos que se cometen contra algunas minorías sociales, y al mismo tiempo guarden un silencio casi absoluto frente a los continuos avances del poder público sobre las libertades y los derechos del conjunto de los ciudadanos. Parece que mis colegas -ocupados como están en la dura lucha cotidiana por la justicia- no se dan cuenta de que la segmentación de las demandas sociales y la sacralización de algunas minorías no es más que una estrategia del poder de turno para ahogar las reacciones contra los atropellos más graves, que son los que se cometen contra todos.
Quisiera a través de estas líneas efectuar un llamamiento, sereno y amistoso, a jueces y abogados a defender la Ley y a respetarla. A rechazar las iniciativas legales o las decisiones del gobierno que apuntan a crear espacios de privilegios para las minorías, por mucho que se trate de colectivos vulnerables o presuntamente postergados. La mejor forma de reducir las desigualdades es sancionar leyes equilibradas y justas, que desarrollen y no que frenen el proceso evolutivo de nuestros derechos y libertades, y que estas leyes alcancen a todos por igual.