El verdadero círculo virtuoso

La República Argentina se ha acostumbrado a gobiernos cada vez más largos y cada vez más fuertes, que dedican buena parte de su tiempo y de su energía, no a gobernar, sino a blindar su propia impunidad.

Algunos llegan al extremo de identificar totalmente estas dos actividades, de modo que se podría decir que, en determinado contexto histórico, gobernar consiste en tapar flecos y en barrer la basura debajo de la alfombra.

Hay gobiernos que lo hacen por convicción y otros que más bien se ven obligados a meter mano en las instituciones, por miedo a que el gobierno que venga lo investigue a fondo y que los meta presos a todos.

Mientras aumenta este «riesgo» (el de ir todos presos) aumentan también las maniobras para inmunizar al poder actual de cualquier ataque futuro. Hay gente que se aferra al poder (o a la impunidad que este confiere) como a un clavo ardiendo. Y aquí comienzan los problemas.

Es realmente grave (además de ilegal) dejar de perseguir los delitos, pero también es muy grave para el futuro de nuestra democracia que la tarea de gobernar (que consiste básicamente en resolver por métodos políticos los problemas que se presentan en el seno de una sociedad, a causa de la divergencia de intereses existentes en el seno de la misma) pase a segundo plano, sea por el empeño de perseguir el pasado, sea por la ilusión de controlar el futuro.

Mientras más amenazado por acciones penales esté el futuro de alguien que en su vida firmó dos decretos, más intensas serán las maniobras por evitar que le echen el guante.

Este círculo vicioso, aparentemente muy difícil de romper, no solo conduce al fracaso de las sociedades, sino que normalmente aleja a las personas honradas de la política. Cualquier ciudadano con dos dedos de frente no se arriesgaría a aportar su trabajo y sus conocimientos para el servicio público, si la moneda de cambio de su entrega es un proceso penal larguísimo, estigmatizante y de resultado probablemente condenatorio.

Alejados de la política los honrados, por un temor razonable que no necesita de mayor explicación, aquella actividad atrae principalmente a pícaros, a «entendidos» y a pequeños ladronzuelos; a dropouts, que no son expertos en nada, que no saben gobernar, pero sí operar, en las sombras, como lo hacen los consumados amigos de lo ajeno. Una vez enquistados en el poder, comienzan a creerse Churchill y ya luego no los podemos mover ni con agua caliente.

Sé perfectamente que estoy simplificando la realidad, pero es que en ocasiones como esta no queda otro remedio que acudir a los esquemas para llamar la atención sobre un problema que degrada, primero al sistema de gobierno, y por último, a la política, que es prácticamente lo único que nos queda a los ciudadanos para sobrevivir como tales.

Una de las soluciones posibles son los gobiernos más cortos, algo que siempre es posible conseguir con las reformas constitucionales y políticas adecuadas. La otra es la reducción de los cargos públicos, en beneficio de una administración estable y profesionalizada.

La solución más inestable de todas, la que acarrea los problemas más irresolubles a medio y largo plazo es la del refuerzo de la transparencia. No está mal desde luego que reclamemos más transparencia y honradez a quienes gobiernan y a quienes ejercen la oposición. El problema está en que, llevada a sus extremos, la transparencia puede lograr el efecto totalmente contrario; es decir, favorecer que se profundice la judicialización de la política, la persecución penal de los que se fueron y las maniobras para granjear impunidad a los que se irán mañana.

La peor corrupción de un gobierno no es la venalidad de quienes lo integran sino su falta de idoneidad para resolver los problemas. Es cierto que muchos preferiríamos políticos y gestores que acrediten, a la vez, solvencia técnica y honradez personal. Pero lo que ya resulta intolerable para los ciudadanos es la proliferación de inútiles que, además, son ladrones. Y de estos especímenes, la Provincia de Salta puede ufanarse de ser una de las grandes productoras mundiales.

Si no queremos que esto siga ocurriendo en un país que reclama a los gritos que aparezcan las soluciones para los problemas más graves que uno pueda imaginar, el único camino posible es la limitación del poder. Es decir, gobiernos más cortos (en tiempo y espacio) y más controlados (gobiernos más capaces de rendir cuentas periódicamente), más leyes y menos decretos, menos activismo judicial y más apego a la norma, y una reforma electoral profunda que impida a los gobernantes controlar los resortes del Poder Legislativo.