
A estas alturas, ya casi nadie pone en duda que la ofensiva judicial -motorizada por los fiscales que responden a las órdenes del gobierno de Urtubey y cohonestada por los jueces afines al régimen- persigue como único propósito el de recortar la audiencia electoral de Romero mediante una pública humillación. El cálculo electoral es muy claro.
Conocedor de esta circunstancia, el exgobernador ha puesto cuanto obstáculo le permiten las leyes procesales para eludir las citaciones que le han cursado los jueces y ha hecho saber al público y al clero que no es el deseo de justicia ni la necesidad de esclarecer los casos de corrupción sino la ambición electoral de su contrincante el único motivo por el cual está siendo objeto de esta persecución. De alguna forma, Urtubey le ha servido a Romero en bandeja el argumento de su defensa política.
Pero el senador, parapetado detrás de sus privilegios parlamentarios, no aparece, no comparece, no declara y no ejerce su defensa jurídica, como mucha gente espera que haga. Ha resuelto oponer una resistencia numantina frente a la ofensiva judicial mediante argucias que solo apuntan a dilatar los plazos, a entorpecer el trabajo de los jueces y a rebajar la autoridad de estos.
Sus razones no son, desde el punto de vista ético, mejores que las que tiene el gobierno para perseguirlo. Romero teme, y con razón, que un eventual procesamiento pueda dejarlo afuera de la carrera electoral para 2015.
En otras palabras, que su negativa a presentarse en persona ante los jueces obedece a un mezquino cálculo electoral que no hace otra cosa que banalizar la justicia y anular la utilidad de los procesos penales en la lucha contra la corrupción. Exactamente lo mismo que hace el gobierno al que él critica con acritud, pero en el sentido contrario.
Al parecer, el senador solo lee el diario de su propiedad y no los diarios del mundo, porque de hacerlo, se habría enterado de algunos pormenores de la detención y posterior procesamiento de Nicolas Sarkozy, el vigésimo tercer presidente de la República Francesa, único de su especie que ha sido detenido por la justicia después de la conclusión de su mandato.
Es verdad que Sarkozy no podía, aunque quisiera, eludir la citación judicial, pues no ostenta cargo público alguno y los presidentes de la República que han cesado en el cargo carecen de aforamiento, inmunidad o protección jurídica frente a eventuales acciones judiciales en su contra. Pero lo que ha hecho Sarkozy frente al acoso judicial es digno de ser estudiado en profundidad por los expertos en imagen y comunicación política.
Aunque las evidencias parecen condenarlo de antemano (el testimonio de agentes libios afirma que el expresidente recibió al menos 50 millones de euros de Gadaffi para financiar su campaña en 2007), el hombre ha aprovechado su detención -que duró 18 interminables horas- para pasar al contraataque, enfundarse el traje de víctima y acaparar la atención pública en casi todos los medios de comunicación.
Sarkozy aspira a volver a hacerse con las riendas de la UMP el próximo otoño y a cimentar desde allí su candidatura presidencial en 2017. Con razón o sin ella, el expresidente ha ejercido su defensa ante los jueces de instrucción y no se ha escondido ni antes ni después de su detención. Al contrario, ha aprovechado el tropiezo para volver a los primeros planos y para hacerlo a lo grande, como él está acostumbrado.
Romero en cambio ha desaprovechado varias ocasiones para hacer algo parecido. Quizá el exgobernador no confía tanto en aquellos que están encargados de modelar su imagen pública. Quizá recele también de su propio diario y del talento de sus redactores, atenazados hoy por una aguda sequía creativa que les impide seguir creando realidades virtuales por encargo. Quizá, en fin, no tenga mucho ánimo para librar una batalla contra quienes, en el fondo, sienten y actúan como él hace veinte años.
Los agentes del régimen, que tampoco andan sobrados de recursos intelectuales, no terminan de encontrar la fórmula para humillar al otrora todopoderoso Gobernador e impedirle levantar cabeza definitivamente. Los ciudadanos comienzan a preguntarse con insistencia si este gobierno, que no pasa un solo día sin que se le descubra un escándalo de corrupción o de amiguismo, tiene hoy (o alguna vez tuvo) la suficiente autoridad moral para sentar a Romero en el banquillo y para hacer picadillo su imagen pública.
El resultado es un confuso guirigay que deja en muy mal lugar a la justicia de Salta; que no consigue echar luz ni sobre la corrupción pasada ni sobre la presente y esparce sospechas muy fundadas acerca de la independencia de jueces y fiscales y de su compromiso con la aplicación ecuánime e irrestricta de la Ley.