
Nuestro sistema de convivencia está basado en la limitación del poder. La sola existencia de una constitución -en el sentido moderno y no aristotélico de la palabra- nos advierte de que toda concentración de poder es, en realidad, un abuso del poder.
Y no abusa del poder quien suma facultades o invade las competencias de otro, sino también quien se obstina por permanecer en un cargo público más allá de lo que señalan las leyes, o de lo que se considera razonable o conveniente, según las circunstancias políticas y sociales del momento.
No es fácil hablar del abuso de poder por transgresión de los límites temporales del ejercicio de los cargos, en una Provincia como Salta, en donde los dos últimos gobernadores han sido elegidos para tres mandatos de cuatro años; en donde el Presidente de la Cámara de Diputados ejerce su cargo prácticamente desde que se inauguró el edificio de la Legislatura y el penúltimo presidente de la Corte de Justicia extendió su mandato unos dieciséis plácidos y bien remunerados años.
Y es más difícil aún hablar de los ministros que dependen del Poder Ejecutivo, porque no hay norma jurídica que señale cuánto tiempo deban durar en sus funciones.
Lo que es indudable es que no por ser elegido a dedo un ministro debe permanecer atornillado a su asiento. El principio de la periodicidad de las magistraturas del Estado se les aplica también a ellos, por mucho que se empeñen en decir por ahí que es la confianza del Gobernador (o la del Presidente) la que en última instancia decide esta cuestión.
Cuando todo va bien, no hay problemas. Un ministro no debería durar más que cuatro años en su cargo y, al cabo de ellos, dejar paso a otra persona, a otros equipos, a otros criterios y a nuevas energías.
La cuestión que nos ocupa aparece cuando el ministro tiene que enfrentar problemas graves y una de las salidas posibles es su dimisión.
Cuando los problemas se abaten sobre una gestión ministerial, la figura del ministro no solo se desgasta: También se multiplican los ataques mediáticos y florecen los pedidos de renuncia. Esto es normal y no debe asustar a nadie.
Lo que ocurre es que muchos ministros no están preparados para soportar estos ataques y a veces quien no lo está es su jefe, que prefiere informarse por los diarios y no por boca de su colaborador directo de la marcha de los asuntos en determinada parcela de política sustantiva.
Pero, dependiendo de la naturaleza del problema, de su complejidad y de sus causas, un ministro decente lo que hace es enfrentar la adversidad y resolverla, antes de poner su cargo a disposición del Gobernador. Éste debe darle la oportunidad de hacerlo y no cesarlo a las primeras de cambio.
Un ministro solvente se siente capaz de solucionar el problema, de inyectar más esfuerzo y sabiduría para corregir el rumbo y de llevar tranquilidad a los ciudadanos que confían en su responsabilidad. Un ministro que huye (el que elige el camino de la renuncia) no resuelve los problemas, y lo que es peor, pone en entredicho su capacidad de esfuerzo y su vocación de servir a sus semejantes.
El principio de autoridad y la culpa in vigilando
Otra cosa bien diferente es cuando el problema no viene de afuera sino que es creado por el propio ministro, por acción, omisión o incapacidad.A los ministros se les paga para que ejerzan una autoridad que nace de los propios ciudadanos y no de una fuente mágica.
Cuando renuncian a ejercer dicha autoridad o hacen un ejercicio desviado de la misma, los ministros pierden la confianza de los ciudadanos y no necesitan perder la del Gobernador para cesar en sus cargos.
Si la ausencia o el desvío de autoridad no es advertido por el Gobernador, o, advertido, éste se niega a ejercer la suya cesando al ministro, es éste quien debe tomar la decisión de dimitir.
El principio de autoridad y el efectivo ejercicio de ésta no prejuzga, obviamente, sobre el acierto de las decisiones que adopta un ministro. La contrapartida de la obediencia que obtiene el ejercicio de la autoridad es la responsabilidad, un concepto que incluye un deber especial de vigilancia.
Solo por poner un ejemplo: cuando un ministro se olvida de pagar la factura de la luz y a consecuencia del corte del suministro dejan de funcionar las cámaras de vigilancia o las heladeras donde se guardan vacunas y órganos para trasplante dejan de producir frío, incurre en un quebrantamiento de su deber de vigilancia, que puede ser grave, o incluso muy grave, si se producen muertos.
La culpa in vigilando, un concepto jurídico extrapolado del derecho civil, entra a jugar cuando el desastre se produce, no por azar o por la naturaleza, sino por haber hecho el ministro dejación de su deber de velar porque los recursos (especialmente, aunque no exclusivamente, los humanos) que el Estado pone a su disposición para gestionar los asuntos públicos cumplan efectivamente con el papel que tienen asignado.
Se trata en cualquier caso de una responsabilidad indirecta, por hechos o circunstancias subjetivamente ajenas, cuya exigibilidad se produce en el momento en que el ministro deja de tomar medidas idóneas, proporcionales, objetivas y eficaces encaminadas a que los recursos bajo su custodia cumplan con la misión que tienen asignada. Dentro de esta misión se incluye, lógicamente, la de previsión de determinadas amenazas.
Conviene no perder de vista que hablamos de una responsabilidad política, que es más estricta y exigente que una responsabilidad meramente administrativa, pues allí donde a los órganos de la Administración no se le puede exigir que traspasen los límites de la normal vigilancia exigida, un ministro ha de ser (políticamente) capaz de «prever lo imprevisible».