
Lo que sí llama la atención es que gobiernos como el de Salta, que no ocultan su profundo carácter eurófobo (no en declaraciones oficiales, lo cual sería bastante estúpido, sino en diferentes posturas políticas asumidas públicamente por sus principales dirigentes) no se preocupen en absoluto por disimular sus emociones y pretendan, después de sus diatribas antieuropeas, intentar sacar réditos electoralistas de sus vínculos de cooperación internacional con ese «decadente monstruo opresor» llamado Europa.
Hoy mismo el gobierno de Salta ha difundido un parte en el que cuenta, con inocultable júbilo, que sus funcionarios de las secretarías de Recursos Hídricos y de Industria, Comercio y Financiamiento trabajan en la formulación de proyectos de fortalecimiento civil, agua potable, saneamiento y mejora del riego por goteo en Guachipas y Cachi, que serán presentados ante la Unión Europea para su financiamiento.
Desde luego que esta iniciativa es irreprochable y que, de concretarse, sería sin dudas muy provechosa para aquellos territorios tan necesitados. Lo que no es tan irreprochable es que el mismo gobierno que aspira a que la UE le financie algunos de sus proyectos se esmere, un día sí y otro también, en tratar a Europa y a los europeos como una basura.
Es verdad que en ningún sitio está escrito que la cooperación internacional solo puede llevarse a cabo de forma fructífera entre países o regiones que se profesen un intenso amor mutuo. Pero es también cierto que hay que ser muy pero muy torpes -diplomáticamente hablando- para demonizar públicamente a quien acudirá en nuestra ayuda, probablemente de forma desinteresada, y a quien nos permitirá hacer obras que con nuestros propios recursos no podríamos hacer.
Los salteños tienen todo el derecho de considerar y de valorar a Europa como mejor les plazca. Solo eso faltaría. Lo pueden hacer, entre otros motivos, porque Europa hace lo mismo en sentido inverso, y aun así, mantiene la cooperación internacional. Pero por encima de las emociones viscerales, de los desprecios ideológicos y de los complejos ancestrales, sean todos ellos justificados o no, la prudencia política aconseja que en un terreno tan espinoso y delicado como lo es el de la cooperación económica entre países primen otras cuestiones fundamentales como el cumplimiento estricto de los compromisos contraídos y las buenas relaciones entre las partes.
Y cuando una sola hace los esfuerzos por llevarse bien y la otra se empeña en todo lo contrario, faltando continuamente el respeto a la contraparte, la cooperación sencillamente no funciona.
El gobierno de Salta no solo debería admitir que sus esfuerzos por corresponder a la Unión Europa en el plano de las buenas relaciones internacionales son prácticamente nulos -a juzgar por la xenofobia militante de sus principales dirigentes- sino también reconocer que la financiación a la que aspira está reservada para las regiones más pobres y desasistidas del mundo; es decir, que a pesar de tanta «inclusión», de tanta «reparación histórica» y de tanto «orgullo nacional y popular», Salta todavía necesita de la ayuda de países extranjeros para poder salir del atraso, la pobreza y la marginación.
Y si es así, no digo que tengamos que estar eternamente agradecidos, pero al menos podríamos evitar mostrar al mundo cuán maleducados podemos llegar a ser.