
Si bien a los funcionarios se les paga para que cumplan la ley y se ocupen de una forma eficiente y ordenada de los asuntos públicos, cada vez que nos enfrentamos a uno que llama a las cosas de forma equivocada, tendemos a pensar que así como este funcionario no acierta con el uso de las palabras tampoco acierta con las decisiones que adopta.
Es el caso de un novel funcionario municipal que se ha propuesto -según sus propias palabras- «acabar con la burocracia».
Es verdad que «burocracia» es un término polisémico, pues tiene dos significados positivos (1. Organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que le son propios y 2. Conjunto de los servidores públicos) y dos negativos (1. Influencia excesiva de los funcionarios en los asuntos públicos y 2. Administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas).
Pero justamente cuando un político que ejerce una responsabilidad pública se enfrenta a un término ambiguo como éste, susceptible de ser entendido, al menos, en dos sentidos opuestos, debe ser lo suficientemente claro para no dejar dudas acerca de lo que realmente quiere decir.
Nadie en su sano juicio se animaría prometer acabar con «la burocracia» sin, al mismo tiempo, acabar con la administración del Estado (o con el Estado mismo), pues la existencia de éste depende no solo del conjunto de los servidores públicos (o sea, de la burocracia) sino también de aquel orden racional, metódico e impersonal que es el que precisamente permite a la administración cumplir su cometido (o sea, de la burocracia).
Un político bien formado debería advertir, de entrada, que el significado de burocracia relacionado con la administración ineficiente (lenta, inflexible, complicada) corresponde a un uso informal -no técnico- de la palabra. Es decir, que si la intención de un funcionario es anunciar que acabará con la burocracia en este sentido informal, mucho más claro y adecuado sería decir que se acabará con las «trabas burocráticas» o con la «lentitud bucrocrática» que decir que se acabará con la burocracia, sin más.
Yendo un poco más al fondo del asunto, pero sin dejar el ámbito de las palabras y el lenguaje, resulta en cierto modo paradójico que un funcionario se proponga acabar con la burocracia (en el sentido aludido) mediante el incremento de su propia influencia sobre los asuntos públicos, es decir, con más burocracia. Por que esto y no otra cosa es la designación de un supercontrolador de controladores que, a su vez, controlan a otros controladores de menor jerarquía controladora.
Hubiera sido suficiente que el funcionario en cuestión, al presentarse en sociedad, se hubiera limitado a decir que la misión encomendada por su gobierno consiste en mejorar globalmente la eficiencia de la administración mediante la eliminación de trabas innecesarias, sin mentar a la burocracia -que por lo que hemos visto es un bicho duro de matar- y sin caer en el ridículo de prometer a los ciudadanos que acabará con ella.