
Para las incontrolables ambiciones de protagonismo y figuración del Gobernador de Salta, nada mejor que estrechar las manos del Santo Padre en su santísima morada romana y hacerse la foto correspondiente.
El objetivo, largamente acariciado y varias veces postergado a causa de las sutiles (o no tan sutiles) diferencias religiosas entre el Pontífice y el mandatario provincial, ha sido alcanzado esta mañana, gracias a la bienhechora mediación del presidente Macri, quien decidió llevárselo a Urtubey a Roma, impresionado seguramente por el intenso olor a incienso que el mandatario salteño desprende en las distancias cortas.
Lo que no calculaban los madrugadores visitantes vaticanos es que el Papa los iba a recibir a cara de perro, con un semblante adusto que, desde los Borgia en adelante, los Pontífices no mostraban en público.
Por un momento pareció que el Papa estaba departiendo con los hijos dilectos de Satanás, algo que solo desmentía la dulce y serena mirada de la Primera Dama y, en parte, la diplomática sencillez de la ministra Malcorra.
A los demás -Urtubey incluido- el Papa no les prodigó ni una sonrisa, como no lo hizo en junio de 2014 cuando lo visitó el presidente François Hollande. Alguien pensó en aquella oportunidad que los tocayos se iban a intercambiar algunas bromas, pero entre que Hollande llegó a los pies del trono del sucesor de Pedro envuelto en unos formidables líos de faldas y con los deberes sin hacer en materia de matrimonio y adopción homosexual, el encuentro entre ambos Françoises fue frío y tenso.
Urtubey no se llevó la peor parte, es cierto. Pero en los pícaros ojos del Pontífice se pudo ver, al saludar al gobernador salteño, un brillo especial. Ese segundo y medio que duró el cruce directo de miradas resultó clave para comprender que a los ojos de la Iglesia (y de la Compañía de Jesús), Urtubey camina por la siempre espinosa senda del pecado.
Francisco, que pudo llegar a la cita cansado, tal vez afiebrado, pero difícilmente desinformado, sabía suficientemente de antemano que ese hombre espigado, de modales vacilantes, el que reptaba delante de sus augustas vestiduras y se empeñaba en mantener la mirada fija en sus ojos, sin inclinar en ningún momento la cabeza en señal de humildad, era un descendiente directo de Judas.
Es probable que la actitud gélida y distante del Papa tenga que ver con la tensión dialéctica existente entre él y el precandidato republicano Donald Trump, pues mientras el Pontífice mantiene a tres cuartas partes de los cardenales y obispos norteamericanos trabajando para neutralizar el corrosivo discurso del rubio multimillonario, tal vez no se le pasó por la cabeza saludar a Urtubey diciéndole: «Ché, ¿y cómo anda Mario después de su operación?» o «saludamelo a Abeleira».
Urtubey, como se merecía por su sinuosa trayectoria moral, se topó con un Papa amargo como solo los descendientes de piamonteses saben ser cuando algo les molesta.