Ciclogénesis explosiva: La sentencia perfecta

Los grandes crímenes de la historia de la humanidad -como el holocausto judío, por ejemplo- se han caracterizado porque sus autores pusieron en ellos un cuidado especial, un deseo vehemente rayano en la obsesión y un exceso manifiesto en la planificación y el detalle. Cuando el ser humano hace esfuerzos que exceden de forma notoria las exigencias normales de un empeño cualquiera, se interna decididamente en el terreno de la sospecha.

La sentencia que condenó a Santos Clemente Vera, como autor del crimen de las turistas francesas, es uno de esos trabajos excesivos, desmesurados y sutilmente grandilocuentes, que dejan entrever en cada una de sus 190 páginas el apremio de una necesidad mucho mayor que la simple exigencia de impartir justicia. Hay algo en la perfección de su lenguaje y en la minuciosidad de sus detalles que revela una angustia profunda, un temor opresivo, sin causa precisa. En muchos de sus pasajes brota la existencia de una urgencia vital que no está relacionada con los valores y los intereses que se hallan en juego en el expediente, ni con la satisfacción del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

Desde que Cassandre Bouvier y Houria Moumni fueron asesinadas, se han tejido un sinfín de especulaciones sobre la autoría y la mecánica del crimen. La mayoría de ellas, infundadas. A casi cinco años de ocurrido el suceso, solo han quedado en pie dos hipótesis: 1) la de una violación casual con final infeliz cometida por unos lugareños alcoholizados, y 2) la de un asesinato cometido en la trastienda de una fiesta organizada por jóvenes políticos vinculados con el gobierno local.

Hasta hace una semana, quien estas líneas suscribe pensaba que la segunda hipótesis era descabellada y poco probable, por sus ribetes novelescos y por la ausencia de mejores evidencias que una carta anónima dirigida al padre de una de las víctimas. Después de leer la sentencia de fecha 3 de febrero de 2016, ya no cabe ninguna duda: la hipótesis de la fiesta del poder y el consecuente encubrimiento institucional a gran escala es ahora más creíble que nunca.

Si leemos la sentencia con cuidado, veremos que su argumentación no se dirige tanto a inculpar a Santos Clemente Vera como a exculpar al poder; es decir, a excluir cualquier mínima posibilidad de que las infortunadas víctimas hubieran abandonado aquella tarde el sendero de la Quebrada de San Lorenzo y que en su camino hacia el martirio hayan tenido contacto con personas de un cierto nivel cultural. En este sentido, la sentencia es una abierta invitación a la sospecha, un ejercicio de cinismo supremo cuyo nivel de descaro es directamente proporcional a su ingente despliegue de recursos técnicos y lingüísticos. Si en vez de una resolución judicial hablásemos de una oración o un ejercicio religioso, podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que lo que han hecho sus autores es lo que en el lenguaje de los monaguillos se conoce como «morcilla para el diablo».

Otro indicador fiable de la verosimilitud de la segunda hipótesis es la inmediata reacción de los portavoces mediáticos del mal, que no han tardado ni veinticuatro horas en salir a decir: «¿Han visto? Esta sentencia despeja cualquier duda. El poder político no ha tenido nada que ver con este crimen». No era necesario decirlo, pero el haberlo hecho, y tan pronto, habla con bastante elocuencia de la mala conciencia de los transmisores del mensaje.

Esta reacción recuerda mucho al chiste del tucumano que pasaba por la vereda de un vecino santiagueño que había sufrido recientemente el robo de un chancho. Cuándo éste lo saludó con un amable «buenos días, vecino», el tucumano, con visible apuro, le respondió «¡Qué chancho!»

Sin necesidad de ser experto, cualquiera se da cuenta, tras leer la sentencia, de que existe un interés muy superior al de la propia justicia en impedir la reapertura de la investigación del caso. El fallido juzgamiento de junio de 2014, que culminó con la condena de uno solo de los acusados, dejó sin querer el asunto peligrosamente abierto. Un solo hombre no pudo materialmente haber cometido los crímenes sin el concurso de, al menos, dos personas más. De lo que se trataba entonces era de corregir esta situación anómala de la forma más convincente y duradera posible, pero sin reabrir la investigación, pues ello expondría a peligros inasumibles para el sistema en su conjunto.

A pesar de esta inquietante evidencia, el caso no fue reabierto como dictaba la lógica. Contra las demandas de reapertura se opuso siempre el peregrino argumento de la pendencia de los recursos de casación interpuestos contra la sentencia. Ni la Policía ni los fiscales se movilizaron ante el peligro de la desaparición de pruebas, de la frustración de derechos y de la impunidad. Más que «pacto de silencio», lo que hubo fue obediencia ciega a una orden feroz y temible, cuya eventual inobservancia estaba y sigue estando simbolizada en la figura del comisario Piccolo.

El hecho de que la suerte del juzgamiento dependiera de la casación fue utilizado como valla temporal por aquellos interesados en que el asunto se cerrase cuanto antes. Estos opusieron una y otra vez el argumento de la casación irresuelta para frenar a los reaperturistas, con la misma desesperación de aquel que clava maderas en la puerta de su casa a cuatro manos para evitar una inundación inminente.

Los poderes ocultos de Salta se jugaron así todas sus cartas a la resolución de los recursos. Los teléfonos ardieron y las reuniones clandestinas se multiplicaron. La sentencia no podía (no debía) salir en 2015, porque cualquiera fuese su contenido habría desatado entonces un huracán político y mediático, contrario a los intereses electorales del gobierno de turno. Y no podía salir mucho después del primer trimestre de 2016 porque, pasado ese plazo, la presión internacional iba a volverse asfixiante.

Para exculpar al poder no solo había que condenar sí o sí a Vera o a Vilte Laxi (o a los dos) sino que también había que rescatar del fango a la instrucción de la causa, cuya impresentable endeblez y nulo rigor jurídico quedaron de manifiesto en todo su esplendor durante las sesiones del juicio celebrado entre marzo y junio de 2014.

Dar por buenas las chapuzas de la instrucción y bendecir sus excesos presuntamente prevaricadores no era, desde luego, una tarea fácil. Más bien, todo lo contrario. Requería de una buena mano y de una destreza jurídica superior, así como de una respetable dosis de frialdad y una conciencia moral más bien nula. Si para defender las sofisterías de la instrucción y tapar las clamorosas violaciones de la ley llevadas a cabo por la Policía era necesario atacar la dignidad de un juez de grado, ridiculizando sus conclusiones, pues había que hacerlo. Aquel «apremio vital» del que hablábamos antes fue (y sigue siendo) más fuerte que cualquier espíritu corporativo. El precio de la operación fue sin dudas muy alto, pero alguien lo pagó, bajo el peso insoportable de aquella orden feroz: «el que se mueve no sale en la foto».

Con Vera como segundo autor se cerraba el paso al avance de los reaperturistas y las especulaciones se desplazaban desde la presunta fiesta local del poder hacia el impreciso y tercermundista estudio pericial del Dr. Corach, que ningún tribunal del mundo habría tomado en serio, y hacia las elucubraciones prefreudianas de unos psicólogos que construyeron su alambicada teoría de la perversión sexual del jardinero a la medida de la trama urdida por el juez instructor. Pero para condenar a Vera también era preciso desbordar sin pudores los límites de la casación (la sentencia desborda incluso los contornos de una apelación ordinaria) y pasar un rodillo por encima de los derechos del acusado absuelto, lo que se hizo con una prolijidad y una sangre fría dignas del mayor encomio.

Como los yogures y los lavarropas, la sentencia del Tribunal de Impugnación tiene también una especie de obsolescencia programada. Sus autores calcularon minuciosamente que, condenando a Vera, la reapertura del caso podría demorarse otros cuatro años más: el tiempo exacto para que el poder de turno tenga oportunidad de revalidar sus credenciales democráticas, en un clima distentido y «festivo», y que no se produzcan daños colaterales en el entramado humano que le confiere soporte. Ganar tiempo aquí es como ganar vidas en un vídeojuego. Tiempo habrá más adelante para pensar en que un tribunal (probablemente internacional) deje sin efecto la condena de Vera y fuerce la reapertura de la investigación.

Por supuesto, quienes redactaron esta sentencia saben perfectamente que con blindar la impunidad del poder no era suficiente y que hacía falta también mostrar hacia afuera una cierta estatura jurídica, no vaya a ser cosa de que el mundo civilizado, ese que desde hace cinco años escudriña prolijamente nuestras instituciones, se quede con la imagen lamentable de una justicia salteña venal, ineficiente, inculta y permeable a los intereses particulares. Y había que asegurar al mismo tiempo que las partes civiles no sufrieran menoscabo en sus expectativas de reparación, pues hacerlo así contribuiría a aliviar la presión internacional. Había pues que mantenerlas contentas y, a ser posible, en silencio. Las chequeras debían, pues, ponerse en funcionamiento.

En fin, que todos estos elementos han coincidido en un punto y han contribuido así a formar una ciclogénesis explosiva, cuyo vórtice ha escupido una «sentencia perfecta». Una resolución cuyas mayores virtudes son las de haber condenado a prisión perpetua una persona que ya había sido absuelta tras un juicio exhaustivo y haber reinterpretado a su antojo unas pruebas cuya práctica jamás presenció.

Si los salteños somos capaces de enorgullecernos de esto es porque realmente estamos mucho más enfermos de lo que pensamos.