
La democracia que este país practica desde hace 32 años -bien es cierto que a su modo- no ha conseguido acabar con una larga tradición de cambios agitados, revanchistas, chocantes y de dientes afilados.
Los argentinos están de algún modo acostumbrados a los traspasos de poderes «entre amigos» (los no-cambios), pero mucho más todavía a las sucesiones rabiosas entre «desalojados» y «desalojadores» del poder. El que hoy no haya tanques en las calles ni suboficiales semianalfabetos copando las radios dice realmente poco en favor de la democracia argentina.
La idea que siempre ha presidido los cambios de este último tipo es la de la humillación del desplazado. El que se va no solo deja el poder: abandona también su dignidad y lo hace, probablemente, para siempre.
La Argentina ha sido puntualmente implacable con los presidentes caídos, sin que pueda hallarse diferencia alguna entre los desplazados por golpes de Estado y los cesados por expiración de su mandato.
El traspaso del poder que se llevará a efecto durante la mañana de hoy reproduce lo peor de nuestras tradiciones políticas. Como siempre, los ganadores pretenden humillar a la Presidente que se va, y hacerle sentir de un modo especialmente cruel que el poder se le ha terminado y que no volverá a recuperarlo. «¡Usted ya no es nadie, señora!»
La única diferencia con experiencias anteriores está en el hecho de que la Presidente saliente no parece muy dispuesta a dejarse humillar. Pero esta actitud loable deja de serlo cuando, para resistir al insulto y al ninguneo, a pocas horas de su jubilación efectiva, la mandataria que se va recurre a la histeria, al autoritarismo, a la desesperación, a las bajezas y al mamarracho.
Cualquiera que haya sido la dimensión de sus desastres, más allá del pésimo estado del país, que cualquiera puede ver, cuando un presidente legalmente elegido se va, porque así lo prevé la propia Ley, tiene derecho a irse sin ser humillado.
Pero tiene una obligación más grande todavía de no humillar al que viene, de no colocar obstáculos absurdos en su camino, de no abusar de sus últimas horas en la oficina, de respetar la investidura del nuevo Presidente y de no erosionar su legitimidad.
El triste espectáculo montado alrededor de la ceremonia de traspaso del poder no lesiona a la democracia ni a las instituciones, como repetidamente se ha escrito estos días. Es ciertamente un incidente menor, casi una anécdota, que los argentinos no sufren sino que más bien disfrutan, porque nadie en este país con menos de 95 años entendería que dos presidentes de signo tan opuesto como estos se abrazaran y se sonrieran el uno al otro, deseándose mutuamente suerte para el futuro. La popular espera -y no sin derecho- que haya zancadillas, abucheos y escupitajos por doquier.
Esa es la Argentina que conocí y esa es la Argentina que de verdad funciona. La otra es irreal, lejana y, probablemente también, inconveniente.