
No por esperado, el cambio político que se insinúa en la Argentina tras los resultados de las elecciones del pasado domingo acabará con las divisiones y con el odio ideológico. Suponiendo que sus intenciones sean buenas, deberá convivir bastante tiempo con una sociedad partida en dos fracciones irreconciliables.
Pensar lo contrario nos abocaría a cometer errores gravísimos.
Como grave es no darse cuenta que a las divisiones sociales y políticas se unen ahora divisiones territoriales, como la que se insinúa con la campaña contra la Provincia de Córdoba, señalada por el bando perdedor como provincia «gorila».
Ya no se trata de un enfrentamiento entre partidarios y detractores del centralismo del puerto. No son los intereses económicos los que enfrentan a los territorios sino el sentido de su voto. Nunca antes se había discriminado a un territorio por las decisiones libres de sus habitantes. La república corre riesgo de romperse.
El odio territorial, como el ideológico, no se acaba de la noche a la mañana. No hay que hacerse ilusiones al respecto. El nuevo gobierno tendrá que dedicar buena parte de sus esfuerzos a recomponer el mapa del país, si no quiere que el asunto se le vaya de las manos y que el combate ideológico termine levantando fronteras y «aduanas interiores» de pensamiento.