
En determinados contextos en donde se combinan una sociedad civil escasamente vertebrada y unas instituciones débiles pero omnipresentes, la expansión de la criminalidad organizada requiere de algo más, y esto es la complicidad de las autoridades formales con el poder criminal.
La influencia de las grandes redes de narcotráfico sobre la economía, la sociedad y la política de Salta es un fenómeno subvalorado y, quizá por ello mismo, poco estudiado.
A diferencia de otros países y otras regiones del mundo, la aportación de las actividades ilícitas a la riqueza económica de la Provincia de Salta no está cuantificada de ningún modo. Nos movemos normalmente por suposiciones, por cálculos y contabilidades rudimentarias (de camionetas de lujo, residencias fastuosas o, incluso, de asesinatos), que sirven para darnos una pista de la extensión del fenómeno, pero jamás para medir su impacto real sobre los procesos políticos y sociales.
¿Hasta qué punto las instituciones públicas están infiltradas y controladas por las redes de narcotráfico? ¿Hasta qué niveles del gobierno o de la judicatura logran influir los capos ocultos del crimen organizado? Todo el mundo tiene la idea de que existe una conexión positiva entre Estado, criminalidad, corrupción y cambio político, pero nadie conoce el precio exacto que pagan los salteños por ello.
La pantalla de la «institucionalidad» (una idea difusa, defendida con auténtica ferocidad por los partidarios del statu quo) sirve, al menos, para que Salta aún no asuma plenamente su condición de «mafia-owned democracy», según la terminología acuñada por el profesor turinés Fabio Armao.
Siguiendo una idea ya esbozada por Norberto Bobbio, Armao afirma que, cuando la delincuencia organizada enlaza con la política, emerge un tercer tipo de sistema que se denomina «mafia».
Las mafias -según Armao- «tienden a sustituir al Estado como interlocutor privilegiado del capitalismo y, con mayor eficiencia que el Estado, son capaces de combinar la dimensión local de control (saqueo o apropiación) del territorio con la dimensión global de los mercados transnacionales -en particular, pero no exclusivamente, con los comercios ilícitos».
La reciente imputación penal de un Juez Federal por connivencia con pequeños traficantes de droga, unida a la destitución, hace ya más de seis años, de otro juez del mismo orden jurisdiccional, acusado formalmente de haber recibido dádivas de narcotraficantes a cambio de resoluciones judiciales favorables, es solo la punta del iceberg, algo que oculta un fenómeno mucho más vasto y de mayor calado.
Si hechos como estos han salido a la luz en niveles capilares de la judicatura, solo cabe imaginar que la penetración de las estructuras mafiosas en las instituciones del Estado es mucho más intensa, grave y duradera.
Que nuestras instituciones están modeladas para servir a oscuros intereses no es un secreto para nadie, así como tampoco lo es el hecho de que el gobierno aparezca más preocupado por redimensionar el fenómeno y salvaguardar lo que queda de su credibilidad que por combatir eficazmente al crimen organizado.
Es muy posible, desde luego, que nuestras instituciones y nuestros políticos sean insuficientes para hacer frente a este desafío, pero también es probable que entre la debilidad de unas y las ambiciones de otros se forme un cóctel ideal que contribuya a potenciar la capacidad de los sistemas criminales para desarrollar relaciones simbióticas con el sistema político y para generar nuevos y cada vez más originales métodos de gestión de los recursos políticos y económicos.