
Asistimos, en primer lugar, a una irracional y desmedida valorización de la figura, los saberes y las capacidades de un solo hombre (en realidad, una exaltación interesada de la mediocridad), lo cual acarrea como consecuencia casi inevitable una progresiva y peligrosa deslegitimación de los grupos visibles e institucionalizados del poder, como por ejemplo el que conforman el gabinete de ministros, secretarios y subsecretarios del gobierno.
El poder político se domicilia exclusivamente en la quinta del Gobernador. Su protagonismo excluyente apenas permite, con suerte, que este poder se extienda a unos aledaños muy acotados, en cuyas sombras habitan personas que conforman un grupo pequeño, cerrado y oculto que se caracteriza por tener acceso a información sensible y por adoptar decisiones que normalmente están vedadas a ministros y funcionarios formales.
El gobierno real se opone así al gobierno meramente aparente.
A pesar de que la estrategia del Gobernador es muy clara, muchos de sus ministros son incapaces de percibirla. De lo que se trata es de dejar caer (incluso en el descrédito) al gobierno meramente aparente para permitir que el próximo 10 de diciembre, fecha en que el Gobernador dará inicio a su tercer periodo de gobierno consecutivo, el gobierno real dé vida a un nuevo gobierno aparente. En él ya no figurará el nombre de aquellos que demostraron que son inútiles para la causa. Habrá caras nuevas pero ningún cambio significativo, ni en las formas ni en el fondo.
En un año electoral, en el que los salteños habrán acudido cinco veces a las urnas, el gobierno provincial aparece desactivado y desarticulado. Más que a gobernar y a solucionar problemas, los funcionarios formales se han dedicado en los últimos diez meses a servir a los intereses electorales del gobierno real, sin que éste haya recompensado en modo alguno sus esfuerzos. Al contrario, los miembros del gobierno aparente han pagado su compromiso con la rebaja del estatus de los ministros al de meros punteros de campaña.
Mientras el gobierno formal fracasa y se muestra cada vez más disperso, ineficaz e inactivo, la imagen del Gobernador como líder providencial, paradójicamente, se refuerza y cobra inusitada vida. Pero el Gobernador no toma decisiones, carece de equipos que le ayuden a lidiar con la realidad, planea sobre los problemas sin animarse a resolverlos y confía en que su popularidad creciente será más que suficiente para enfrentar las patologías sociales más graves. El Gobernador representa así al peronismo en estado puro: aquel que combina la confianza ciega y pasional en el líder con la desconfianza racional más absoluta en los ejecutores.
Mientras tanto, los salteños padecen la ausencia del gobierno formal y las continuas escapadas del Gobernador hacia otras latitudes. La excusa es, en esta ocasión, la situación de provisionalidad del gobierno nacional, acentuada desde que los resultados electorales del pasado 25 octubre pusieron en duda la continuidad del régimen kirchnerista.
Pero la realidad es que la Provincia de Salta posee instituciones muy débiles que, en condiciones normales, resultan incapaces de enfrentar los enormes desafíos de gobierno y de gestión que plantea una sociedad cada vez más compleja, conflictiva y fragmentada. Las vacaciones electorales decretadas por el Gobernador de Salta y la parálisis gubernamental que es su consecuencia se han traducido, nuevamente, en un freno a las aspiraciones de progreso los salteños y en un atraso histórico virtualmente irrecuperable.