La efebocracia declinante de Salta

La «generación brillante» de jóvenes políticos locales, cuyo adalid indiscutido es el Gobernador de Salta, ha envejecido.

Los jóvenes que ayer lo fueron hoy ya no lo son, o lo son cada vez menos. Han perdido frescura, dilapidado su legitimidad y anestesiado buena parte del «factor sorpresa» que, casi sin querer, hacía más atractivos sus movimientos.

Las sucesivas borracheras de poder, en forma de mayorías aplastantes, han servido para archivar -rápidamente, además- aquellas solemnes promesas de regeneración de la vida política local con las que en algún momento pretendieron dar sustento ético a sus ambiciones personales.

Hoy, los que hace casi una década quisieron expulsar de la vida política a los «viejos», y juraron por sus muertos que no iban a perpetuarse en los cargos públicos ni vivir de la política, han perdido también reflejos y astucia, como cualquiera que al implacable paso del tiempo ha añadido una preocupación vital por conservar las ventajas prebendarias de un afortunado asalto al poder.

Quizá lo que más y mejor ponga de manifiesto este declive es el hecho de que el fracaso de esta generación no solo ha sido colectivo sino también coral y perfectamente sincronizado, como si se hubiesen puesto todos de acuerdo de antemano en hacerlo todo mal y al mismo tiempo. Nadie ha desafinado, ni erguido la testa más que los otros, como en esos desfiles geométricos de los ejércitos de Kim Jong-un.

Va siendo hora de hacer balance y de rendir cuentas, pero no ya ante los ciudadanos, como sería deseable, sino ante sus propias mujeres e hijos. Muchos de ellos se preguntan ya si la opulencia y el bienestar familiar de que se han visto súbitamente rodeados, así como la influencia política y el ascendiente social de que disfrutan, tienen una justificación ética o si, por el contrario, ellos quedarán señalados durante varias generaciones.

La sociedad salteña es despiadada y no perdona, especialmente a aquellos que han dedicado esfuerzos a blindar su propia impunidad. Así como a todos nos llega la hora de declinar, de ir perdiendo en salud, inteligencia, riqueza y lozanía, a todos, más tarde o más temprano, nos toca también enfrentar la fatídica hora del inevitable balance y del escrutinio feroz de aquellos que, con o sin derecho, piensan que hemos abusado de nuestras cualidades para servirnos del prójimo.

La generación que hoy enfrenta su crepúsculo con los últimos arrebatos de arrogancia no escapará, por supuesto, a este destino fatal.