
A partir de la difusión pública de las cartas de Bouvier y de la respuesta de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner expresando su solidaridad con el propósito de reabrir la investigación judicial del doble asesinato, la situación de Urtubey se ha tornado sumamente incómoda.
No solo su gobierno, sino todas las instituciones de la Provincia de Salta, están en la mira por su posible complicidad con el encubrimiento de los verdaderos responsables de aquel crimen. Ha llegado la hora de reaccionar y de adoptar una decisión. Urtubey lo sabe.
Sabe también que Bouvier no dejará que el asunto prescriba y que las indemnizaciones económicas a que tiene derecho, por cuantiosas y tentadoras que pudieran ser, no enervarán de ningún modo su determinación de encontrar a los verdaderos asesinos y de asegurarse de que sean justamente castigados.
El paso del tiempo no destruirá las evidencias (el ADN de los culpables está aislado; solo falta hallar a sus dueños) y si las autoridades judiciales francesas proceden a la reconstrucción de los rostros, como ha pedido Bouvier (y antes de él, Chatard), la identificación de los culpables puede ser cuestión de unas pocas semanas. El peligro es máximo, pero la oportunidad que tiene la sociedad salteña de dar un salto de calidad y de reivindicarse ante el mundo es también enorme y no debe ser desaprovechada.
Si, como se sospecha (no solo en Salta sino también fuera de la Argentina), el gobierno provincial está encubriendo a los asesinos y estos gozan de protección al máximo nivel institucional, la revelación de los estudios genéticos podría desencadenar una aguda crisis política en Salta. No hay dudas de ello.
Pero si Urtubey sigue escalando en el firmamento político nacional, la crisis política de Salta podría contagiarse rápidamente a otros niveles más críticos y llegar a poner en serio entredicho la viabilidad del futuro gobierno nacional y sus relaciones con el mundo. Ningún país democrático serio entendería que la Argentina mantuviera en los primeros planos de la política del país a líderes involucrados en una operación de impunidad de un crimen de semejante trascendencia internacional, como el de las dos turistas francesas violadas y asesinadas en Salta en julio de 2011.
Aunque parezca a primera vista difícil, Urtubey todavía está a tiempo de salvar su ropa y su imagen, de las que en buena medida depende el futuro del próximo gobierno democrático de la Nación.
Si realmente quiere -como frecuentemente afirma en los medios- rendir un servicio a los salteños, si Salta es la primera de sus preocupaciones, deberá instruir inmediatamente al Procurador General de la Provincia para que inste la reapertura de la investigación judicial.
El gesto no solo puede salvar una promisoria carrera política en peligro sino también evitar que las instituciones de la Provincia de Salta caigan en un descrédito profundo (más profundo todavía de lo que conocemos desde hace tiempo) y que los fiscales se reafirmen como un poder independiente y no subordinado a las fantasías, arbitrariedades y falencias de la superestructura judicial.
Urtubey todavía puede (y esto es verdaderamente sorprendente) salir indemne de la incómoda revelación de que funcionarios de su gobierno podrían haber estado involucrados en el hecho, sea como autores, cómplices o encubridores. Es un riesgo, qué duda cabe, pero no uno tan peligroso como el que supone dejar pasar el tiempo y negarse ahora (cuando las cartas ya están echadas) a instar la prosecución de las investigaciones. El ADN hallado en Francia puede «hablar» en un momento que nadie espera y es mejor que lo haga cuando y porque las instituciones salteñas así lo hayan decidido.
No por casualidad Jean-Michel Bouvier ha evocado en sus cartas el affaire Bamberski-Krombach. El padre francés lo ha hecho no solamente como una amenaza de hacer justicia por su propia mano a través de acciones descabelladas (que en el fondo sería lo de menos) sino como una clara demostración de que, en el mundo de la persecución del delito, las fronteras ya no son tan rígidas o estancas como antaño, y que las «jaulas» nacionales de impunidad no brindan refugio a los culpables cuando es la conciencia humanitaria internacional la que exige su justo castigo; y, sobre todo, cuando hay, fuera de nuestros acotados límites jurisdiccionales, gente dispuesta a hacer brillar la luz de la verdad, a cualquier precio.