La segunda provincia más pobre del país tiene la democracia más rica

La democracia en Salta es perfecta, pura, ideal. Nuestras instituciones son eficientes, nuestras leyes justas, nuestros gobernantes probos y diligentes, nuestra justicia casi tan ecuánime como la divina.

En fin, que los adjetivos se agotan rápidamente cuando uno intenta describir con precisión esa deslumbrante maravilla que es el sistema de convivencia del que nos hemos dotado.

El funcionamiento cartesiano de nuestras instituciones políticas nos permite (o, mejor dicho, permite al Gobernador de la Provincia y a unos cuantos más) pasar por alto el pequeño detalle de que Salta es, según diversos estudios, la segunda provincia más pobre del país.

La carrocería del vehículo está estupenda, con sus molduras y cromados impecables, pero debajo del capot solo hay herrumbre, hollín y metales corroídos.

Sin embargo, la apariencia de pureza institucional nos basta y nos sobra para vivir. Entre otros motivos, porque la creciente desigualdad en que se basa nuestra orgullosa institucionalidad permite vivir estupendamente bien a unos pocos y condena a la gran mayoría a vivir en la marginalidad más absoluta.

No importa que nuestras instituciones no sirvan para reducir las desigualdades y para combatir la pobreza. Nos conformamos con que las instituciones existan y se renueven.

Aunque esto de que se renuevan es un decir, pues en una Provincia en la que los gobernadores duran 12 años (porque la Constitución no les permite más tiempo), los presidentes de la Corte de Justicia duran 18, y los de la cámaras legislativas unos 20, el cambio es más una aspiración que una realidad.

Una democracia basada en tótems

Una de las cosas que nos distingue a los salteños -además de la pobreza- es la capacidad que tenemos para convertir rápidamente en sagradas las instituciones más jóvenes y menos rodadas. Es lo mismo que hacemos, por cierto, con los personajes más intrascendentes y estúpidos, a los que llenamos de homenajes y de «pensiones al mérito», entre otros reconocimientos a su inveterada estupidez.

El caso del voto electrónico es un buen ejemplo de esta enfermedad regional.

Ese curioso invento cuya millonaria factura pagan unos salteños extremadamente pobres (algunos con tanta alegría que da hasta un poco de emoción verlos), se ha convertido en el nuevo icono de la reluciente democracia de la segunda provincia más pobre de la Argentina.

Para el Gobernador de Salta, cualquier crítica al voto electrónico, por banal que sea, es un ataque mayor al sistema democrático, una afrenta gravísima a nuestras instituciones y un peligro superior para su estabilidad.

No importa que en la Auditoría General, en el Consejo de la Magistratura o en el Jurado de Enjuiciamiento no haya representantes de la oposición. El verdadero ataque a los cimientos de la democracia es la crítica al voto electrónico (que nació con violencia obstétrica) y las dudas sobre su buen funcionamiento.

En Salta, cualquier cosa que al poder de turno se le ocurra elevar al rango de «institución» es automáticamente retirada del debate público y ya no se la puede cuestionar.

Así funciona nuestra democracia: en base a tótems y animales sagrados. Por eso seguramente es tan perfecta e inmaculada, y por eso los 800.000 pobres recontrapobres que hay en Salta aceptan hoy resignados su dañina perfección.