
Asciende ya a 20 la cantidad de mujeres muertas por hechos criminales en Salta desde el comienzo del año 2017. Dos de ellas han sido asesinadas en las últimas 72 horas, en hechos diferentes.
La gravedad de estas cifras se ve amplificada por el hecho de que, tanto para la sociedad -que asiste impasible a este lamentable espectáculo- como para el gobierno, el problema parece inatajable.
Pero como sucede en otras parcelas de la vida social, da la impresión que el gobierno se rehúsa a tomar en serio esta insoportable patología solo porque la sociedad da muestra inequívocas de haber naturalizado el problema. Es la teoría del gobierno representativo llevada a su máxima expresión.
Hay quien piensa -equivocadamente- que los asesinatos de mujeres son asuntos de los que se tiene que ocupar el feminismo. Y así lo entienden algunas activistas feministas, que aprovechan la situación para culpar de estos graves sucesos a los hombres.
Pero este tipo de sucesos, por su enorme trascendencia y complejidad, desborda absolutamente los cauces de cualquier pensamiento y estrategia sectorial: es un problema que afecta a todas las capas de la sociedad, sin distinción de sexo, clase o condición.
Por esta razón es que el que está llamado a arbitrar todos los recursos para solucionarlo es el gobierno. Pero como los ciudadanos recuerdan que una mujer fue asesinada en el interior de la propia cárcel, cuando había ido a visitar a un preso bajo custodia del Estado, sin que nadie en el gobierno se hubiera movido de su asiento ni hecho el intento de asumir responsabilidades políticas por el crimen, es que -con motivo más que razonable- piensan que el gobierno es totalmente incapaz de solucionar un problema tan grave como este.
Se produce en consecuencia una retroalimentación siniestra: las escasas voces que reclaman que el gobierno alumbre las soluciones adecuadas para frenar la escalada de violencia criminal contra las mujeres terminan aceptando que el gobierno es el sujeto menos indicado para luchar contra esta patología; y el gobierno, frente a la creciente quietud social, acaba por creer que el problema «no merece estar en su agenda».
La única esperanza que queda es que aquellas voces que hoy son escasas terminen imponiendo su visión, sin el corsé feminista (que más que ayudar, entorpece), y que esa visión se transforme en una demanda ciudadana sólida y consistente para que el gobierno provincial deje de hacerse de una vez el desentendido; que deje de tirar pelotas afuera con el denigrante argumento de la «cuestión cultural» y se plantee muy seriamente atacar todos y cada uno de los factores que predisponen y facilitan el asesinato de mujeres.
Entre estos factores sobresalen dos: primero, la quietud social generalizada (el gobierno está obligado a convencer a los ciudadanos que aún piensan otra cosa que matar mujeres no es la cosa más normal del mundo, y debe hacerlo no con cursos de cuarenta y cinco minutos, sino haciendo saltar por los aires a los ministros y ministras que miren y traten estas desgracias como ineluctables); segundo, la abundante oferta de diversión desenfrenada, pero no tanto la que produce espontáneamente la sociedad, sino especialmente aquella que es propiciada directamente por el gobierno, con dinero de los contribuyentes.
Si acaso, habría una tercera medida que se antoja imprescindible: cerrar de una vez, por ineficiente, inútil, dañino y generador de odio, el Observatorio de Violencia contra las Mujeres de Salta.