
El mérito es de los concejales, que se han animado a meterle mano a un asunto en el que el populismo, la desinformación y los intereses comerciales habían llevado, hasta ahora, la voz cantante.
Pero es también una decisión política clara del Intendente a la que no se puede negar su acierto, en épocas en que se aplaude, en las redes sociales y fuera de ellas, cualquier barbaridad con tal que contribuya a la «fiesta» en la que desde hace diez años nos ha zambullido el gobierno provincial, sin siquiera haber preguntado a los salteños si desean divertirse a lo loco a costa de la tranquilidad del prójimo.
Sáenz ha sido valiente al enfrentar al lobby pirotécnico pero más valiente todavía al plantarle cara a quienes se divierten sobresaltando a sus semejantes, estén sanos o enfermos, y a los animales en cuya naturaleza no caben las fiestas, ni con bombas ni sin ellas.
Se podría decir en este sentido que Sáenz se ha enfrentado con una encomiable decisión al discurso de lo políticamente correcto, y solo por eso merece que nos fijemos en él como un político sensato, como una apuesta de futuro, como una de las honrosas excepciones en un firmamento de estrellas en el que más popularidad disfruta quien más locuras dice o comete, en nombre de «los deseos del pueblo».
Acabar con las bombas de estruendo, en procesiones, manifestaciones, fiestas de estudiantes, festejos vecinales es un gran paso hacia una sociedad un poco más preocupada por su propia consideración moral.
Con su decisión, Sáenz ha demostrado que la defensa del medio ambiente sano y equilibrado de que habla nuestra Constitución no es solo una cuestión relacionada con la vegetación de los cerros o la sanidad de los ríos: es también el derecho que tienen todos los que viven en esta tierra de disfrutar del silencio y de un entorno sin polución acústica en un mismo escalón de importancia que la pureza del aire.