
Resulta casi imposible, por obvio, dejar de poner de relieve el carácter demagógico y populista de tamaña afirmación. Pero quizá no sea esto lo más grave de las ligeras apreciaciones de un ministro que, a pesar de haber llegado ayer a la política, parece plenamente convencido de que su breve currículum es suficiente para dar lecciones a los ciudadanos.
En la historia reciente de las democracias parecidas a la nuestra no ha habido un solo responsable político capaz de decir algo tan enorme y desproporcionado como que «la recaudación le no importa al gobierno».
Sin recaudación y sin una mínima preocupación por ella, cualquier Estado sería incapaz del todo de cumplir con sus fines. Unos fines que, desde hace bastante tiempo, no se agotan en la seguridad, el mantenimiento del orden y el aseo de las calles, sino que comprenden otros aspectos vitales de la existencia de los personas como la salud, la educación o la protección de niños y ancianos.
Un gobierno al que no le importa la recaudación fiscal es, obviamente, un gobierno al que tampoco le importa la suerte de los ciudadanos, pues son estos, en definitiva, los últimos destinatarios de los recursos públicos con que cuenta el Estado y la única razón de ser de tales recursos.
Un gobierno que es capaz de distinguir entre «la recaudación» y «la gente» no solo es un mal gobierno en términos operativos, sino que probablemente es también un gobierno que asume que la recaudación fiscal es una especie de demonio, cuando en realidad es todo lo contrario. Un gobierno que veladamente estimula la creencia de que la recaudación fiscal es una caja negra, sin controles de ninguna naturaleza, de la que se lucran los funcionarios corruptos, es, cuando menos, un gobierno poco transparente.
En los países más avanzados que el nuestro, la insolidaridad fiscal de los ciudadanos y la ineficiencia recaudatoria de los gobiernos están muy mal vistas. Cualquier gobierno que decidiera eliminar de la noche a la mañana determinadas fuentes de ingresos fiscales (como las tarifas del transporte o el peaje de las autopistas) y no dijera con qué impuestos o tasas va a reemplazar los recursos que se dejan de percibir, recibiría el castigo ciudadano y caería sin remedio.
Llegados a un punto extremo, siempre será preferible que el Estado recaude más y mejor (aunque luego alguien desvíe el dinero recaudado de sus finalidades legales) a que el Estado decrete un amplio "piedra libre" fiscal, pues nunca se sabe cómo volver de esta situación. La irresponsabilidad recaudatoria (el 'no me importa la recaudación sino la gente') representa la quiebra o la negación del principio de solidaridad redistributiva que preside la actuación del Estado y sienta un nefasto precedente para las generaciones venideras. Cuando los próximos gobiernos necesiten volver a imponer tributos sobre los bienes hoy 'liberados', ya no podrán hacerlo, y mucha 'gente' sufrirá por ello.
Por tanto, una expresión tan desafortunada como la del Ministro de Gobierno de Salta solo puede tener una única lectura: que el gobierno está de verdad en retirada y que mientras huye ha decidido dejarle al próximo gobierno las arcas públicas vacías, privándole al mismo tiempo de las herramientas básicas necesarias para reconstruir el poder fiscal del Estado, entre las que se cuenta -cómo no- la conciencia ciudadana de que la recaudación es necesaria para hacer posible la vida de muchas personas y no solo para hinchar los bolsillos de los funcionarios corruptos.