
La reciente sentencia de la Sala II del Tribunal de Juicio de la ciudad de Salta, que ha declarado la responsabilidad de un solo hombre por la violación casi simultánea y el asesinato de dos jóvenes mujeres (algo lógicamente imposible), pone de manifiesto que los esfuerzos de transparencia y rigor del tribunal juzgador no son suficientes cuando una causa llega a estado de juicio tras una instrucción judicial deficiente, fragmentaria y sospechosa.
En cualquier país serio del mundo, un proceso judicial de estas características hubiera llegado a la instancia de juicio precedido de unas certezas mínimas y razonables acerca de la participación criminal de las personas acusadas. Hay que preguntarse, en consecuencia, por qué motivo el caso de las turistas francesas en Salta ha sido juzgado en estas deficientes condiciones.
Unas condiciones que ponen de manifiesto la alarmante precariedad de los medios técnicos y de los recursos institucionales de que dispone la Provincia de Salta para hacer frente a desafíos de esta naturaleza.
Sería muy fácil ahora cargar las tintas contra el juez instructor. Es más realista sin embargo reconocer que la pobreza de su actuación se vio favorecida por una Policía escasamente profesional e intensamente influida por criterios de oportunidad política; por un Ministerio Fiscal con una escasa capacidad operativa, con recursos humanos poco preparados y sin respuestas frente a los asuntos más graves, por un soporte científico digno de los mejores gabinetes de alquimia del siglo XVII y por las influencias, siempre perniciosas, del poder.
Pero quizá lo más irritante de todo, es que -salvo el Fiscal- todos los actores involucrados en la triste película de la investigación del caso, todos los que propiciaron que la maquinaria judicial se estrellase sin remedio para desgracia de la justicia y de la verdad, han recibido por parte del gobierno provincial una recompensa en forma de ascenso.
Para empezar por lo más bajo, fueron ascendidos algunos policías que investigaron el caso. Llamativo fue que recibieran esta recompensa cuando la instrucción judicial estaba dando sus primeros pasos; es decir, cuando poco o casi nada se sabía con razonable certeza.
Otro tanto se puede decir del ascenso del juez instructor (hoy integrante de un tribunal colegiado con facultades superiores), que fue quien probablemente mostró al mundo la imagen más débil y atrasada del sistema judicial salteño.
Ni qué decir del entonces Ministro de Seguridad del gobierno, señor Pablo Kosiner, responsable directo de las interferencias del poder político en la actuación investigadora de la Policía y del juez, que fue recompensado con una candidatura a diputado nacional.
Habría que ver dónde ha quedado el orgullo del actual diputado después de que en el juicio se revelara que la Policía que entonces estaba bajo su mando fraguó las pruebas y torturó a los detenidos.
Lo que hay que preguntarse ahora -además de quién mató de verdad a las turistas francesas- es porqué en Salta la incompetencia y el fracaso tienen semejantes premios y si esta forma de ocultar los errores contribuye a que nuestras instituciones sean más fuertes y justas, como la mayoría de los ciudadanos espera que sean.
Hay que preguntarse también qué clase de gobierno es aquel que no desea, bajo ningún concepto, asumir sus errores y se empeña en huir de su responsabilidad política. Cuál es la calidad humana de esos gobernantes que no solo se convencen a sí mismos de que todo lo hacen bien sino que no vacilan en recompensar a quien todo lo hace mal, especialmente cuando ese mal hacer queda a la vista de toda la sociedad.
El juicio por el crimen de las turistas francesas pasará a la historia en Salta como la demostración más palmaria de la debilidad y precariedad de nuestras instituciones (incluido el gobierno) y de que la infalibilidad, envuelta en soberbia y embebida en tozudez juvenil, es la fórmula más segura para apuntalar el fracaso y para destruir las ilusiones de futuro de una sociedad que, más allá de sus errores, se merece algo mejor.