La creciente influencia de las redes sociales en la polarización de la opinión política

  • La política no existe para dividir a los seres humanos. Bien es verdad que la diversidad de opiniones acerca de los asuntos públicos no favorece lo que se podría llamar la hermandad universal, pero no se puede negar que para que las opiniones extremas se moderen y quienes las sustentan puedan dialogar unos con otros la mejor herramienta que los humanos hemos inventado es la política.
  • El bloqueo de la política

En Salta, en la Argentina y casi en todo el mundo, una amplia mayoría de ciudadanos visita las redes sociales al menos una vez por día. Muchos de ellos consideran ya a estas redes como su fuente primaria de noticias y de información, con una credibilidad incluso superior a la de los medios llamados tradicionales (periódicos, radio, televisión).


El optimismo inicial, fundado en la ilusión de que las redes sociales iban a permitir a las personas abrevar en fuentes de información más variadas y plurales, ha dejado paso a la preocupación creciente de que estas redes, tal cual hoy las conocemos, exacerban la tendencia hacia la polarización política.

Muchas de nuestras divisiones se explican por el hecho de que los nuevos canales de comunicación están creando -a veces de forma espontánea pero muchas otras veces más de forma claramente intencional- patrones de intercambio de información que solo están encaminados a reforzar las opiniones políticas preexistentes mediante lo que se podría denominar una exposición limitada a los puntos de vista políticos opuestos.

No es preciso ser un experto en redes, en comunicación o en semiótica para darse cuenta de que las personas, cualquiera sea su nivel formativo, utilizan las redes sociales para crear vínculos cada vez más fuertes con aquellos que son o piensan de una forma parecida a ellos mismos.

Las redes sociales y la nueva comunicación digital han contribuido: 1) a la progresiva desaparición de la duda y 2) a crear la falsa ilusión de que uno tiene siempre la razón.

Probablemente no haya nada peor para la política, como herramienta de composición de los conflictos y de reducción de las divisiones, que la asertividad política (los juicios absolutos sobre fenómenos sociales esencialmente opinables), y la convicción en la propia razonabilidad de nuestros pensamientos, que nos conduce, a veces de forma inconsciente, a rechazar el pensamiento ajeno, al que no solo consideramos de entrada equivocado sino también, generalmente, malintencionado y «enemigo» del bienestar general.

Las redes sociales, los grandes buscadores de contenido y, en general, las grandes empresas tecnológicas, con la ayuda de sus algoritmos y sus enormes máquinas, nos someten diariamente a una exposición selectiva de informaciones sesgadas y partidistas.

El contacto entre los grupos diferentes ya casi no es posible en las redes sociales. Pero cuando este contacto tiene lugar, las posibilidades de que se produzca un intercambio provechoso o la experiencia concluya con el estallido del odio son de un 95 a 5 a favor de la última.

Es bastante sabido que el contacto entre los grupos diferentes, su interacción, aumenta significativamente la posibilidad de deliberación y de compromiso político. Pero las redes sociales y los grandes buscadores de contenido, lejos de favorecer la deliberación y el compromiso, han convertido al ciberespacio -probablemente por motivos relacionados con una mayor rentabilidad económica- en un lugar en donde se amplifican los mensajes morales y emocionales mientras organizan a las personas en comunidades digitales basadas en conflictos tribales.

Este fenómeno al que me refiero ha sido denominado por los psicólogos estadounidenses con el nombre de «filter bubbles» y consiste en la sensación que muchos experimentamos de vivir expuestos a las ideas con las que ya estamos de acuerdo.

No se trata de un fenómeno totalmente nuevo, pues ya con anterioridad existía una abundante literatura psicológica sobre el llamado sesgo de confirmación (confirmation bias), que muestra que es más probable que busquemos y estemos de acuerdo con puntos de vista que se alinean con nuestras creencias preexistentes. Así, de este modo, seleccionamos nuestros sitios de noticias preferidos y administramos nuestras cuentas en las redes sociales, permitiendo que sea más fácil escuchar a grupos o a individuos que no hacen sino confirmar nuestras propias visiones del mundo.

Pero si seguir en las redes sociales a personas que están más próximas a nuestro propio pensamiento exacerba la polarización, entonces se podría llegar a la conclusión de que escuchar a los del «otro lado» contribuiría a reducirla. Pero aunque los algoritmos actualmente hacen difícil encontrar contenidos opuestos a nuestra propia forma de pensar, algunos experimentos han demostrado que la exposición a información u opiniones contrarias a las nuestras no produce resultados beneficiosos y, en algunos casos, no hace otra cosa que ensanchar las «grietas».

La salida

¿Nos encontramos entonces frente a un callejón sin salida?

Probablemente no. Porque así como es verdad que las grandes compañías tecnológicas hacen esfuerzos notables por darle al debate político la forma que ellos quieren y por imprimirle el ritmo que a sus intereses más conviene, es todavía más cierto que la actividad cívica es capaz de desbordar en cualquier momento (siempre lo ha sido) la dinámica de las redes sociales y de hacer añicos sus mezquinos cálculos.

La política existe para resolver problemas, no para crearlos; de modo que si las redes sociales, en vez de servir como espacios de deliberación y de hallazgo de soluciones trabajan para alejarnos de ellas y para hacer el diálogo imposible, la política, más tarde o más temprano, impondrá sus reglas y, con polarización o sin ella, se las ingeniará para abrir espacios para el diálogo, el compromiso y el entendimiento.

Parece esta una forma muy ingenua de ver lo que está pasando en Internet y en el mundo, pero de ingenua tiene bastante poco. Nos enfrentamos hoy a un panorama en el que las redes sociales y los grandes operadores tecnológicos (incluidas las plataformas que distribuyen contenidos audiovisuales) embolsan enormes cantidades de dinero gracias a la división política y a la radicalización de las opiniones.

Si los ciudadanos (consumidores de información, usuarios de las redes), cualquiera sea su forma de pensar, son capaces de darse cuenta de que la polarización es la base de un gigantesco negocio que está bloqueando las soluciones políticas a los problemas que nos son comunes, en algún momento van a reaccionar, y, dependiendo de la forma en que lo hagan, podrán acabar con el negocio de los «filtros burbuja» e imponerles a los grandes operadores tecnológicos otro modelo de negocio, quizá más respetuoso de nuestro derecho a entendernos con el diferente y a llegar a acuerdos con él.

Este es un objetivo político, no ideológico. Como tal objetivo político debe figurar al tope de las agendas de los líderes y de los partidos en la tercera década del siglo XXI, porque salvar a la política, eliminando los obstáculos que interesadamente se han erigido para impedir su progreso, es una actitud natural del ser humano. Ningún negocio, por muy organizado y minuciosamente planificado que sea puede condenarnos a que nos odiemos para siempre o que nos matemos los unos a los otros, solo por defender lo que pensamos. Aniquilar al oponente, desalojarlo del campo de batalla, nunca ha constituido un objetivo de la política.

Una vez más, de lo que se trata aquí es de cambiar. Y cambios como este deben comenzar por nosotros mismos y por nuestra forma de ver y protagonizar los asuntos públicos, los que nos conciernen a todos.