Conclusiones apresuradas sobre la pandemia

  • No había pasado ni siquiera un mes y medio desde que el coronavirus hizo saltar las alarmas de la OMS, que políticos, intelectuales y opinadores de a pie publicaban ya sus conclusiones definitivas acerca de la pandemia y de su significado histórico.
  • La historia, contada a toda prisa

Un año después de que se detectara el primer caso de neumonía atípica en Wuhan, todo parece seguir más o menos igual. La comunidad científica sigue mostrándose perpleja frente a la enfermedad y la humanidad entera permanece en vilo.


No hay dudas de que durante este último año hemos aprendido muchas cosas acerca de la enfermedad. Los médicos saben ahora -mejor que antes desde luego- cómo enfrentarse a ella. Hay, en general, más recursos para combatirla (más hospitales, más profesionales, más seguridad, más equipamiento médico) y aunque el aumento sostenido del número de contagios impide de algún modo que estos avances se reflejen en las cifras, el sistema sanitario ahora cuenta con vacunas para intentar evitar que la pandemia se vuelva incontrolable.

De lo que no estoy muy seguro es de que sea un buen momento para anunciar, como lo vienen haciendo algunos, que estamos ante el amanecer de una nueva era, o que los seres humanos y las sociedades que conformamos serán (seremos) completamente diferentes cuando todo esto acabe; que hemos transformado de raíz nuestros hábitos de trabajo y mejorado (a la fuerza) nuestras competencias laborales, que los gobiernos no serán en el futuro lo que eran antes y toda una serie de pronósticos de cambios profundos e irreversibles.

No pretendo negar que la pandemia es un hecho histórico (más por infrecuente que por letal), y que sus consecuencias son muy graves.

Apenas tengo dudas de que la superación de esta crisis dejará secuelas y de que algunas de ellas serán muy importantes y difíciles de superar.

Lo que quiero decir es que la duración de la pandemia y algunas de sus vicisitudes (las variantes del virus, el aumento de la velocidad de los contagios, la lentitud de las campañas de vacunación...) no permiten sacar conclusiones tan tajantes como las que hemos visto. Pienso que es momento de calmar nuestros instintos predictivos y dedicarnos menos a especular con un futuro que se presenta cada vez más incierto, y más a combatir la amenaza presente.

Es mucho más fácil tejer fantasías sobre lo que vendrá que ponerse seriamente a resolver la ecuación que nos plantea el avance de la enfermedad y que día a día parece complicarse cada vez más.

Casi todos los gobiernos del mundo han cometido errores a la hora de tomar decisiones para evitar el impacto de la pandemia. Por supuesto que se les puede criticar y seguir criticando por lo que hacen o lo que dejan de hacer en este asunto, pero me permito advertir que muchos de los que han formulado conclusiones apresuradas sobre el mundo postpandémico están presionando a los gobiernos para que terminen adoptando decisiones que sean consistentes con sus propios pronósticos sociales y económicos, en una suerte de intento de asegurar el autocumplimiento de sus profecías.

Peor que esto es, desde luego, el hecho de que algunos gobernantes les están haciendo caso. No son pocos los países en los que las políticas parecen diseñadas para una sociedad que solo existe en la mente inquieta de algunos pseudoingenieros sociales con apetito de protagonismo.

Lo que a mi juicio está provocando todo este enredado juego de fantasías intelectuales en pugna es el desvío de la atención que, en condiciones normales, dedicaríamos a los problemas más graves que afectan a nuestro sistema de convivencia.

Si se me permite caer en el mismo pecado que critico a los demás, diré que con el tiempo (ese tiempo que necesita la historia para que los hechos que la configuran adquieran su verdadera consistencia) valoraremos como más dañino para nuestra civilización el asalto al Capitolio de Washington el pasado 6 de enero que todas las desgracias psicosociales asociadas a la pandemia.

No es posible que las especulaciones teóricas sobre las sociedades postpandémicas -que no niego que sean útiles- nos hagan mirar para otro lado frente a los serios problemas de libertades que enfrenta el pueblo de Venezuela, las enormes dificultades que tiene la oposición política en Rusia para hacer oír su voz, la caravana de migrantes hondureños que atraviesa Centroamérica rumbo a los Estados Unidos, el agudo déficit democrático de gigantes como China o Brasil, el auge del populismo en muchos países que afrontan una muy trabajosa construcción de su democracia, empezando por la Argentina y siguiendo por España, cuyo gobierno -al revés de lo que sucedía hace 30 años- se ha plegado a las modas intelectuales de la crepuscular izquierda latinoamericana y parece haber hecho las paces con el, hasta hace poco, denostado peronismo argentino.

A mi juicio, el futuro está más amenazado por fenómenos como los que acabo de enumerar, que por las consecuencias de la pandemia. Pienso que no es moralmente admisible llorar por las libertades restringidas en tiempos de crisis sanitaria cuando antes, en tiempos de normalidad y frente a la amenaza de su total supresión, se ha renunciado a defenderlas.

Tiempo habrá para valorar con la tranquilidad necesaria la dimensión del desafío sanitario que enfrentamos. Lo que toca ahora es intentar que los árboles no nos impidan ver el bosque y evitar que lo urgente -por muy importante que sea- desplace de nuestra atención cotidiana aquellos sucesos, cuya profundización, hará que nuestra vida, y la de nuestros hijos y nietos, sea mucho peor de lo que soñamos.