Desarrollo económico, igualdad y solidaridad en la Salta del siglo XXI

  • Después de mucho tiempo me sigue sorprendiendo la enorme distancia que existe entre la pasión de un cierto sector de la sociedad salteña por los negocios internacionales (intacta a pesar del paso de los años) y el penoso estado de nuestra economía y de nuestro sistema social, que han soportado cinco lustros seguidos de promesas grandilocuentes sin que Salta haya conseguido finalmente despegar y se encuentre hoy entre los espacios más pobres y atrasados del continente.
  • Antes de pensar en los negocios

Durante décadas mis oídos se han llenado de siglas y de nombres tan pomposos como inútiles (NOA, NEA, GEICOS, ZICOSUR, Norte Grande, Corredor Biocéanico, Puerto Seco, Zona Franca, etc.), pero nunca he visto que ninguna de estos respetables «entes» trajeran el más mínimo progreso y bienestar a los salteños de a pie, a los que luchan día a día por sobrevivir.


Pienso que esta maraña de denominaciones y de proyectos solo sirve para calmar la conciencia de cierta clase política, empeñada en convencernos de que ellos son capaces de mirar un poco más allá del Portezuelo, cuando la realidad indica precisamente todo lo contrario.

Por supuesto, creo que sería mucho peor que nuestros agentes económicos se resignaran y admitieran el carácter ineluctable de nuestra pobreza, aunque poco ha faltado para que el gobierno reconozca que algo de esto nos está pasando.

Pero entre tanto discurso pletórico de ilusión por lo que Salta puede ofrecer al mundo y lo que el mundo puede hacer por Salta, advierto una pequeña inconsecuencia: Aun en el caso de que los negocios internacionales prosperaran como sus entusiasmados protagonistas desean, Salta no conseguirá el nivel de desarrollo económico que se requiere para hacer de nuestra tierra un espacio próspero y equitativo.

Muchas veces he dicho y creo que es oportuno repetirlo ahora que, antes que soñar con mercados lejanos (como lo hacían los venecianos en el siglo XV), debemos sentarnos a pensar y a reformular desde cero nuestro sistema de solidaridad social. En la medida en que la riqueza se expanda (y todos pensamos que esto es algo bueno), si el sistema de solidaridad no es eficiente y no sirve para redistribuir el ingreso territorial de una manera inteligente, sostenible y justa, hasta el crecimiento económico más explosivo y fulgurante traerá consecuencias catastróficas para el sistema social de Salta.

El gobierno provincial ha presentado recientemente un proyecto de explotación minera, del que -dice- provocará poco menos que una revolución del empleo en nuestra provincia. Pero conviene que pongamos las cosas en su lugar.

Dejando sentado que el modelo de solidaridad social que tenemos no nos sirve ni nos ha servido nunca y que tenemos que cambiarlo de raíz, una vez que encontremos el hilo de las reformas sociales, tenemos que decidir cuál es el modelo de desarrollo económico de Salta, pues no podemos soñar con que sean al mismo tiempo las exportaciones, las inversiones extranjeras y el turismo. Tendríamos mucha suerte si pudiéramos hacer coincidir estas tres actividades, pero lo que parece más urgente es decidirse por una de ellas y poner todas nuestras energías y nuestra creatividad en su afianzamiento a largo plazo.

Los inversores extranjeros no solo buscan condiciones razonables para invertir (por ejemplo, un sistema trasparente de repatriación de las ganancias, que hoy no existe) sino que también buscan un sistema laboral (incluida la inspección de seguridad e higiene o la policía del consumo) que no penalice al inversor extranjero por el solo hecho de serlo, como sucede actualmente en Salta.

Quien invierte en nuestra provincia y pretende montar negocios que requieran un cierto nivel de cualificación de la mano de obra, lo tiene bastante complicado en Salta. La actividad minera -en la que el gobierno parece tener puestas muchas esperanzas- no traerá ni de lejos los beneficios que se han anunciado para la región de la puna salteña. Si la minería del litio emplea trabajadores oriundos, solo podrá contratar, en el mejor de los casos, a aquellos que se encargan de las tareas menos complicadas. Ninguna empresa encontrará en nuestras altas montañas ingenieros en minas o profesiones por el estilo. No solo la tecnología extractiva vendrá de afuera: también lo harán los trabajadores que estén en posesión de mayores conocimientos y habilidades, con lo cual el prometido shock en materia de empleo se parece más a un eslogan que a un cálculo aproximado de la realidad.

No es mi intención abundar en ejemplos, pero casi cualquier sector económico que aspire a desarrollarse en base a la inversión externa, va a encontrar aquí enormes huecos formativos y barreras regulatorias (incluidos los vacíos, que son a veces tan dañinos como los obstáculos). Todo el mundo sabe en Salta quién y cómo llena los «vacíos legales». Aun en el caso de que Salta ofrezca materias primas o condiciones naturales únicas (como sucede con el litio o con la vid), la tentación de invertir en otros sitios un poco mejor organizados es muy grande.

Nuestro sistema social no soporta ya que en Salta se multipliquen los ricos y los negocios más o menos prósperos sin una apuesta clara por la igualdad y la solidaridad. Y esta, más que una responsabilidad de quienes hacen los negocios, es una tarea que debe acometer, sin dilación alguna, el gobierno.

Cuando hablo de solidaridad me doy cuenta de que muchos salteños confunden este concepto con el de beneficencia, o lo relaciona con las reacciones más o menos espontáneas de algunos individuos y de algunos grupos frente a las calamidades o a las necesidades acuciantes.

Montar un comedor popular o coser delantales para las llamadas «comunidades originarias» pueden ser considerados actos solidarios, pero a mi juicio son soluciones parciales (a menudo descoordinadas y muchas veces manipuladas por el poder político) que no contribuyen a solucionar los problemas, sino -si acaso- a hacerlos de alguna manera más visibles.

Cuando digo solidaridad digo dos cosas: 1) un sistema fiscal eficiente y equitativo que grave con más intensidad a las rentas más altas, y 2) un sistema de empleo que distribuya parte del ingreso territorial por vía de salarios, a condición de que los empleos estén debidamente registrados y que los empleadores paguen puntualmente las cotizaciones (las suyas y las de sus trabajadores) a la seguridad social.

Me doy cuenta también de que en Salta (como ocurre por otra parte en casi todo el país) este doble recurso es solo el principio, ya que para que la solidaridad se despliegue en toda su intensidad se requiere, además, de un gobierno que sepa darle al dinero que recauda el destino apropiado, que se convierta en un inversor social y que no entienda la solidaridad como la entienden los que revuelven ollas populares o cosen trapos de piso; es decir, que no se robe el dinero y que no crea que la política social consiste en repartir bolsones de alimentos, como han venido haciendo los gobiernos provinciales (y tal vez los nacionales también) desde 1983 en adelante. En Salta hay mucho por hacer en materia de educación y salud pública, de modo que podría empezarse por estas áreas, sin desechar del todo la idea de crear e implantar como derecho el de la renta básica universal e incondicional.

Igualdad y cuestión social

Si tenemos problemas con el concepto de solidaridad, ni les cuento lo que nos complica la idea de igualdad.

Si alguien se animara hoy a reclamar que en Salta el gobierno o las instituciones públicas inviertan más recursos en igualdad, inmediatamente se pensará en que está reclamando más dinero para lograr superar la dolorosa situación subordinada de las mujeres en nuestra sociedad.

Simpatizo con la lucha de las mujeres, aunque me siento más identificado con aquellas -necesariamente más tolerantes- que emplean argumentos inteligentes para convencernos de que el combate por la igualdad se debe librar en todos los frentes y no solamente en el terreno -estrecho, por otra parte- de las relaciones entre los sexos.

Si la igualdad fuese realmente una preocupación sincera de quienes toman las decisiones en Salta (los jueces, por ejemplo), esta es la hora que algunas sentencias no solo mandarían a los hombres a hacer cursos para «aprender a respetar a las mujeres», o las administraciones (incluidas las municipales) no solo gastarían enormes cantidades dinero en fomentar la «perspectiva de género», sino que unos y otros mandarían a hacer cursos para ayudar a comprender mejor la injusta distancia que separa a los ricos con los pobres, que es tan injusta y dolorosa como la que afecta a las mujeres en relación con los hombres.

Entre las cosas incomprensibles de nuestra sociedad se cuenta el hecho de que quienes hoy hablan de igualdad y piensan que la lucha por ella se legitima y debe desarrollarse en el terreno de las relaciones entre los sexos son consideradas (y considerados) unos consumados y heroicos feministas, dignas y dignos del más arropador aplauso; pero quienes reclaman que la igualdad se proyecte a las relaciones de producción, en donde el trabajo creativo de hombres y mujeres no sea considerado una mercancía y la vida y el futuro de los que producen y sus familias no queden en manos del que detenta la propiedad del capital, son consideradas y considerados -todavía- como peligrosos comunistas.

Este es el caso de una mujer de Salta que dedicó más de cuarenta años de su vida a estudiar diferentes fórmulas científicas para ayudar a paliar la pobreza y hacerla eventualmente desaparecer, mientras que a su alrededor solo se multiplicaban las voces que desconfiaban de sus métodos por miedo al socialismo y apostaban por el reparto de bolsones (o de panes de navidad con sidra) en la más prístina y festiva tradición peronista.

Poco podremos hacer en dirección a la solidaridad que nos falta para apuntalar nuestro desarrollo económico si mantenemos una visión estrecha de la igualdad, si la limitamos a una sola dimensión. Si de verdad estamos convencidos del daño que nos hacen las desigualdades, es nuestro deber luchar contra todas ellas, sin distinguir entre unas y otras por conveniencia o por modas circunstanciales.