
Es verdad que en Salta no sobran las ideas y que casi siempre no acertamos a distinguir entre lo urgente y lo importante. Pero quienes entre nosotros se dedican a pensar -escasos en número, por cierto- tropiezan con la dificultad casi insalvable de que la propia idea de progreso no es un valor social aceptado.
Por diferentes motivos, las cabezas mejor amuebladas de Salta han fracasado en su empeño de conseguir una atmósfera adecuada para la utilización eficiente de los recursos públicos y privados que permitan a la sociedad salteña ser más rica, más justa y más solidaria. La desigualdad y la injusticia se han convertido en los motores de la política, pero en un sentido negativo. Porque, desde hace por lo menos veinticinco años, el control del poder y de las instituciones no busca eliminar las causas que provocan la desigualdad sino más bien todo lo contrario.
El primero y probablemente el más importante de los obstáculos que se erigen en nuestro camino hacia el progreso es precisamente la ausencia de una preocupación colectiva sobre el bienestar social.
El conjunto de la ciudadanía no percibe a la desigualdad como la consecuencia de un orden social injusto, sino más bien como parte de la naturaleza de las cosas. Vivimos, desde hace siglos, una especie de Apartheid de baja intensidad, que es más dañino cuanto más extendida es la creencia, compartida por unos y otros, de que las cosas en Salta deben funcionar así como funcionan ahora y que no deben cambiar por ningún motivo.
Una mayoría social no considera esencial o no incluye entre sus principales preocupaciones la necesidad de reducir la brecha que divide al segmento más opulento de la sociedad del resto de la población. En Salta nos agarramos la cabeza e incluso nos ponemos furiosos por algún crimen «aberrante» o por la mala elección del lugar para erigir un cementerio, pero no reaccionamos frente a una injusticia sangrante que está a la vista de todos y que nos hace más pequeños cada día.
Antes que una catarata de ideas o una pila de carpetas con diagnósticos complicados y proyectos fantasiosos, los salteños necesitamos una idea común sobre nuestro destino. Pero para hablar del futuro y comprometerse en su construcción es indispensable zambullirse en el pasado y comprenderlo, sin complejos, sin temores y sin concesiones. Es preciso buscar los errores y revolver la historia de nuestros repetidos fracasos, para desentrañar sus causas y para criticar nuestros desequilibrios. Nuestro pasado debe dejar de ser la razón para dirigir nuestra mirada al ombligo propio y la excusa para emborracharnos de gloria como si no hubiera nada importante que construir y dejar para el día de mañana.
Nuestra historia -que no es tan rica ni tan gloriosa como nos la quieren vender- contiene sin embargo algunos elementos que podrían ayudar a forjar una idea común y ampliamente compartida sobre nuestro destino. En doscientos años de vida políticamente independiente no hemos logrado superar la maldición periférica, aunque la conciencia de este fracaso podría espolearnos y hacernos reaccionar. La aportación de Salta a la construcción del país ha ido de mayor a menor, hasta el punto de que nuestra influencia en los asuntos nacionales ha decrecido de una forma significativa y preocupante. ¿A quién no le gustaría que Salta y los salteños tuvieran más peso en la adopción de las decisiones que vinculan a todos los argentinos?
Ideas y proyectos abundan en Salta, pero los juegos de poder (que son el deporte favorito de los que tienen poco talento) impiden que ideas y proyectos circulen, se discutan y valoren de una forma abierta y transparente. El poder se empeña en tener razón siempre, aun cuando la evidencia indica todo lo contrario. Así pues, una de las primeras piedras que tenemos que quitar del camino es la presunta infalibilidad de los que nos gobiernan. Ganar unas elecciones no significa hacerse con la razón, ni en parte ni en todo. La humildad es una cualidad democrática.
Pero aunque democratizar el poder sea indispensable para mejorar la convivencia, solo con lograrlo no basta. La convivencia pacífica, la consolidación política, el desarrollo económico o la tan tironeada y esquiva calidad institucional no aseguran el progreso. Hace falta algo más.
En Salta es preciso generar una conciencia común acerca de la necesidad de mejorar la condición humana, que es un objetivo de mayor calado ético que el de la simple optimización de los mecanismos del poder. La idea de progreso no puede estar vinculada exclusivamente al mejoramiento material de las condiciones de vida sino ligada inescindiblemente al perfeccionamiento moral y espiritual de las personas y de las comunidades que conforman. Y aunque la política no está llamada a interferir con el ámbito más íntimo del ser humano, el progreso colectivo no se puede entender sin un compromiso de todos los ciudadanos con la cultura, con el fomento del pensamiento libre, con el apoyo a la innovación, la ciencia y la tecnología.
Como alguna vez escribió Emilio Castelar sobre la filosofía de Hegel, Salta necesita zambullirse en el oleaje de las generaciones y en el río de los tiempos. Los salteños estamos desafiados a descubrir la metamorfosis continua de las ideas, las mudanzas en el estado de los seres, la muerte misma que sobre todo se extiende y domina, la sucesión de las civilizaciones, los cambios continuos en las historias y el progreso indefinido, que conforman el organismo de lo absoluto.
Si queremos despejar nuestro camino hacia el progreso, los salteños estamos obligados a resolver, en el menor tiempo posible, la tensión histórica entre la identidad colectiva forjada en el localismo, que tiene como base la tradición y el pensamiento ancestral, y la nueva identidad colectiva, abierta y cosmopolita, fundada en los principios universalistas que inspiran al constitucionalismo de los derechos humanos.
Antes que acometer cambios de cualquier naturaleza en nuestra Constitución, en nuestro sistema electoral o en la administración de justicia, es preciso que nos descubramos a nosotros mismos de una vez, que hagamos explotar esa variedad que nos enriquece y nos mantiene en movimiento, respetando nuestras diferencias y nuestra inmanente pluralidad, sin que ella pueda ser un obstáculo para que podamos entendernos y coincidir sobre los aspectos más fundamentales de nuestra convivencia.
Algunos hablan de un «nuevo contrato social» y aunque la idea parece apasionante a primera vista, me parece mucho más desafiante y congruente con los momentos que vivimos encontrar los argumentos más convicentes, los tiempos más exactos y los actores más adecuados para cumplir y hacer cumplir el contrato social original que nos vincula desde que decidimos vivir juntos sobre el mismo territorio. Mucho me temo que detrás de la propuesta de un nuevo contrato social, en el caso particular de Salta, se esconden el interés y los deseos de una clase otrora prominente que hoy lucha desesperadamente contra su propia degradación moral y su escasez numérica y que ya no sabe qué hacer para mantener una hegemonía a la que se abraza como a un clavo ardiendo, frente al imparable avance de las libertades y la afirmación de las demandas de equidad y transparencia.
Ha llegado la hora de dejar de poner parches a los agujeros de nuestra convivencia social y política. Ya no podemos resolver nuestros conflictos colocando paños fríos o aplastando la disidencia con una tonelada de votos. Es el momento de dialogar y revisar pacientemente los errores del pasado, sin renunciar a señalar a los culpables de haberlos cometido. Debemos sincerarnos y admitir que tenemos por delante una empresa difícil, como quizá no la hemos tenido nunca antes en nuestra historia.
Pero tenemos que asumir este desafío sabiendo de antemano que ningún cambio, ninguna reforma obtendrá el éxito que deseamos si antes no somos capaces de cuestionarnos abiertamente lo que somos, lo que queremos y el lugar hacia el que nos dirigimos.