Estados Unidos: una elección popular pero no democrática

  • Entender la forma en que se elige al Presidente de los Estados Unidos de América no es fácil. Nunca lo ha sido. Pero es todavía más difícil para cualquier persona inclinada a confundir los conceptos de república y democracia.
  • Una cuestión de definiciones conceptuales

Cuando los padres fundadores se decidieron a constituir la «unión», desconfiaron abiertamente de la democracia (tanto de las antiguas como de las más nuevas) y se propusieron erigir una república moderna, única en su especie, basada en una doble división del poder.


La primera y la más importante de ellas la división de atribuciones y competencias entre los poderes del nuevo gobierno federal y el de los estados federados, cuya titularidad podía estar en manos diferentes. La segunda es la división funcional interna del poder poder en tres ramas: la legislativa, la ejecutiva y la judicial, cada una con una misión exclusiva y las tres encargadas de controlar a las otras.

Evidentemente, lo que se pretendía con este diseño tan particular (hasta entonces, único en el mundo) era evitar tanto la concentración del poder en un solo sujeto o en un solo grupo como la anulación de la contribución de las minorías al bienestar común, que propician la democracia y su regla mayoritaria.

Pero los padres fundadores eran tan desconfiados, que ni siquiera estuvieron totalmente seguros de que una división de poderes tan marcada pudiera contribuir a lograr lo que se proponían.

Pensaban, por ejemplo, que si los miembros de los tres poderes del Estado eran elegidos de la misma forma (por ejemplo, a través del voto popular), las mayorías circunstanciales podrían hacer que los tres poderes estuvieran en manos de los mismos. Y es por esta razón que se esmeraron en idear un sistema especial en el que la elección de cada uno de los poderes fuera diferente; especialmente, la elección del jefe del Estado en relación con la elección de los miembros del Congreso. Se pensaba que si la forma de elección era igual para los tres poderes, los controles recíprocos entre ellos no funcionarían adecuadamente.

Es por esta razón que los miembros del Congreso (representantes y senadores) son elegidos por el voto popular directo (solo ellos son considerados representantes de los ciudadanos), mientras que el Presidente es elegido por el sistema previsto en la Primera Sección del Artículo Dos de la Constitución federal norteamericana, que, como todo el mundo sabe, es un sistema de elección popular indirecta.

Por su parte la elección de los jueces que ejercen el Poder Judicial del Estado es también diferente. Si bien se trata de una elección popular, en este caso también es indirecta, puesto que en la designación de cada uno de aquellos intervienen activamente los otros dos poderes, uno colegiado y el otro unipersonal. Una vez designados por los poderes políticos, los jueces son independientes de quienes los han designado. Así funciona el sistema.

El sistema de elección presidencial en los Estados Unidos prevé que cada Estado federado nombre, del modo que su legislatura disponga, un número de electores igual al total de los senadores y representantes a que el Estado tenga derecho en el Congreso. Son estos electores los que tienen encomendada la misión de elegir al Presidente. Así, la elección del Presidente en este enorme país tiene una base popular (rasgo que comparte con el resto de la instituciones republicanas) pero no es estrictamente «democrática», ni puede ser considerada como tal, en el sentido de que la mayoría popular no decide la elección, ya que es perfectamente posible -como se ha visto- que el voto popular mayoritario favorezca a una candidatura mientras que el voto de los electores sea completamente diferente.

Con el objeto de asegurar la unidad y la integridad del proceso de elección del Presidente, la Constitución de los Estados Unidos dispone que es el Congreso es el encargado fijar la época de designación de los electores, así como el día en que deberan emitir sus votos. Este día debe ser el mismo en todos los Estados Unidos.

En la Argentina se suprimió hace décadas la elección indirecta del Presidente de la Nación por lo que se conoce como «colegio electoral». El último Presidente electo a través de este sistema fue el doctor Arturo Umberto Illia, en 1963.

Con posterioridad, nuestro país se ha decantado por la elección del Presidente federal por el voto directo de los ciudadanos de las provincias y los territorios federalizados, lo que de algún modo -esta es solo una especulación teórica- favorece el centralismo, ya que contribuye a disminuir la importancia de las provincias federadas en la elección de las autoridades de la federación y, de algún modo, proporciona al ciudadano electo una legitimidad suplementaria, no prevista en modo alguno en el diseño original de nuestro modelo territorial.

En la Argentina, el mecanismo de la elección del Presidente de la Nación es idéntico al de la elección de los legisladores que las provincias envían al Congreso Nacional. De allí, entre otras cosas, que en la Argentina el Presidente de la Nación se arrogue la calidad de «representante del pueblo», cuando no lo es, ni gobierna en nombre de este.

Parece evidente que la elección del Presidente argentino es (al menos en los papeles) mucho más «democrática» que la del Presidente de los Estados Unidos. Pero ¿es totalmente respetuosa de las líneas que inspiraron en su momento el diseño de nuestras instituciones republicanas?

Los que entre nosotros se llenan la boca hablando de «democracia republicana» no parecen haberse dado cuenta, todavía, de que esa expresión -justamente esa- encierra una cierta contradicción en los términos. La república, entendida como lo hicieron los «padres fundadores» estadounidenses, o los constituyentes argentinos de 1853 y 1860, es bastante más sofisticada que una democracia y su práctica bastante más compleja.

Ahora que soplan vientos de reforma, convendría que nuestra Constitución provincial dejara de navegar a dos aguas y que eliminara de su texto de una vez todas aquellas declaraciones e instituciones en la que colisionan el principio democrático mayoritario y la opción -por otra parte inevitable, debido a la fuerza imperativa del artículo 5 de la Constitución Nacional- por una «república representativa» (una república mixta, en realidad). Introducir mayor claridad en la definción de la forma de Estado y de gobierno contribuirá a impedir que el intérprete constitucional se invente huecos inexistentes para luego proceder a llenarlos con interpretaciones que destruyen la voluntad del constituyente y están dictadas por el oportunismo político y la necesidad de blindar el propio poder.