El sistema educativo debe formar mejores personas y mejores ciudadanos, no ‘herramientas vivientes’

  • La idea de ‘meter la formación para el trabajo en las escuelas’ es antigua y peligrosa. Representa una visión pesimista y continuista de la relación entre el ser humano y el mundo del trabajo, inaugurada en los albores de la primera revolución industrial.
  • Hombres libres frente a esclavos

Pensaba Aristóteles que el raciocinio es la prerrogativa del amo. Al esclavo no se le paga para pensar sino para obedecer. Los esclavos y derivados se caracterizan por su común incapacidad de controlar sus vidas. Ambos requieren que otros (amos, empleadores, empresas) lo hagan en su beneficio. Son «esos otros», los únicos que pueden razonar con plenitud y tener sus vidas bien organizadas.


El gran filósofo consideraba a los esclavos “herramientas vivientes”; es decir, pensaba en ellos como servomecanismos que trabajan para el amo, que así se puede dedicar a la política y a la filosofía y al objetivo final de la ‘calma total’.

La «educación para el trabajo» desde edades tempranas, más que a desarrollar la personalidad de los individuos o satisfacer sus apetitos de conocimientos y superación personal, aspira a hacerlos «productivos», en el mejor sentido que esta expresión tiene en la jerga del capitalismo.

En los tiempos en que vivimos, caracterizados por el estrechamiento cada vez más preocupante del mercado de trabajo formal (la dimensión actual del mercado es aproximadamente dos tercios menor a la de los años setenta del siglo pasado), no podemos pensar solamente en formar individuos «productivos» sino más bien en seres humanos útiles, que no solamente sean capaces de crear riqueza sino que también puedan desarrollar un sinfín de actividades que no están directamente encaminadas a producir bienes y servicios, y que, sin embargo, son fundamentales para la cohesión de la sociedad en la que vivimos y, si acaso también, para la perpetuación de nuestra convivencia política.

Es verdad que el mundo avanza hacia nuevas formas de trabajo. No es una novedad ni un descubrimiento que el mundo del trabajo se transforma radicalmente a velocidades vertiginosas, pues lo viene haciendo antes y después de la gran revolución que supuso la difusión de la tecnología digital. Es verdad que muchas familias piensan en garantizar el futuro de sus hijos a través del trabajo, pero formarlos para un mundo que cada vez es más pequeño y se muestra más hostil con los jóvenes, es la peor idea que se puede proponer en estos momentos.

La formación profesional ha sido y seguirá siendo importante en cualquier país del mundo. Lo que deben replantearse los planificadores es su exacta dimensión, puesto que no es posible formar a una cantidad exagerada de jóvenes -y más aún, hacerlo desde la escuela primaria- para que dos tercios de los formados caiga en un desencanto profundo al no poder encontrar trabajo y una buena cantidad de ellos solo puedan trabajar en lo que no les gusta, con horarios y responsabilidades que muchas veces no están en condiciones de asumir.

Lo que se debe evitar, por todos los medios posibles, es caer en una forma destilada del racismo de la inteligencia, haciendo que el sistema educativo se convierta en un sistema gratuito y accesible de brainhunting en el que puedan pescar a voluntad los que son capaces de satisfacer a los peces más gordos. No se debe olvidar ni por un minuto que la confrontación práctica con la realidad es la mejor escuela, y, en este sentido, formar para el trabajo pintándole al alumno un mundo idílico de ofertas y de sueldos atractivos es hoy no solo irreal sino también irresponsable.

La propuesta de una formación para el trabajo desde edades tempranas traduce la desconfianza de los planificadores en las capacidades del ser humano. «Si no empezamos a inculcarles desde chiquitos una disciplina de trabajo, serán unos marginales el día de mañana». Pero la marginalidad no se evita formando profesionales y técnicos para el fracaso, sino apostando por una formación cívica y humana de calidad que evite las tentaciones de los «mundos paralelos».

Urge -como he dicho muchas veces- desconectar el trabajo de las rentas, independizar el esfuerzo humano creativo de la percepción del dinero. No solamente porque el dinero no es la única forma de medir el talento humano, sino porque este muchas veces no encontrará el puesto de trabajo ideal desde el cual poder desplegar toda su potencia. Dicho en otros términos: formar para el trabajo está bien, solamente en cuanto la medida y la extensión de esta formación sean definidas por la cantidad de trabajo socialmente disponible.

Debemos asegurarnos de que el sistema educativo produzca seres humanos útiles y hábiles, hombres y mujeres sapientes y preparados, capaces de aportar a la deliberación pública permanente. Pero no herramientas vivientes o seres obedientes a los dictados de una empresa o de un poderoso; porque aunque el mundo de la producción los reclame, la sociedad cada vez los necesita menos. No podemos condenar a cientos de miles de jóvenes que se han formado para ser ingenieros nucleares a ser cajeros de un supermercado, solo porque algunos de sus compañeros han tenido más suerte que ellos y han encontrado el trabajo que buscaban.

La formación para el trabajo desde edades tempranas, en la medida que descuide la formación humana y la formación ciudadana nos traerá solo más pobreza, más marginalidad y más desigualdad. Los «formados para trabajar», que efectivamente trabajan, se enfrentarán con los «formados para trabajar» que no encuentran empleo y que vagan por los circuitos periféricos del mercado de trabajo y se ven obligados a aceptar trabajos de baja cualificación y con remuneraciones insuficientes. No hay peor desigualdad que la que el sistema produce entre individuos que han recibido una formación idéntica.

Se debe poner fin a los experimentos que abogan por reforzar la conexión «entre la universidad y el mundo del trabajo». La universidad no puede ser la cantera de las empresas; es decir, la bolsa de trabajo gratuita de un número reducido de empresarios insolidarios y poco dispuestas a gastar en formación. La dependencia, directa o indirecta, de las universidades de las empresas o sectores económicos que financian sus cursos o diseñan sus carreras es un clarísimo atropello a la independencia de aquellas antiquísimas instituciones educativas.

Mientras exista, aunque sea en el plano de las teorías, la posibilidad de instaurar una renta básica universal e incondicional, no todo está dicho en materia de formación y empleo. Porque cuando los individuos, por el solo hecho de ser parte de la sociedad, perciban del Estado una renta que les permita hacer frente a sus necesidades más elementales, a buen seguro buscarán una formación lo más amplia posible, que les permita dedicarse a lo que más les gusta o mejor saben hacer, aun cuando la actividad elegida no les proporcione un ingreso directo.

Lo que tenemos que razonar y debatir es si queremos seguir formando «herramientas vivientes», cada vez mejor adaptadas a las nuevas tecnologías, a las nuevas formas de organización y a los nuevos escenarios laborales, para que sigan obedeciendo a los que detentan los medios de producción, o si, en cambio, queremos jugárnosla y formar seres humanos libres que el día de mañana serán mejores ciudadanos y mejores personas.