
Las acusaciones mediáticas persistentes (aquellas que no han adquirido la forma y surtido los efectos de una acusación formal en sede judicial, pero que se mantienen en el tiempo) no pueden ni deben ser respondidas en los medios de comunicación, exclusivamente.
Quien sufre una imputación de estas características debe acudir a los tribunales espontáneamente; sobre todo cuando con una simple prueba de ADN -practicada por peritos independientes y controlada por autoridades con experiencia y competencia en la materia- pueden dejar limpio su buen nombre y honor en cuestión de minutos.
Así sea justa o injusta la acusación, la persona que la sufre, en vez de apostar por la confrontación mediática (en la que gana siempre quien más poder o más influencia posee), en vez de eludir las actuaciones judiciales o esconderse detrás de posibles prescripciones, debe decir en voz alta y clara «Aquí estoy yo. ¡Investígueme!».
El derecho a ser investigado y desligado de una acusación mediática grave e injusta, de una incriminación sostenida en el tiempo y avalada por pruebas que la Justicia no ha valorado, debe ser entendido y practicado de la misma manera que el derecho a defenderse en un juicio de una acusación formal.
Las consecuencias de una «imputación mal curada», por llamarla de alguna manera, son catastróficas. Vivir en un perpetuo estado de sospecha de ser un asesino es a veces mucho más grave que afrontar una condena penal. La convicción o la certeza de quienes acusan en los medios debe ceder solo ante pruebas objetivas que eximan totalmente de culpabilidad a la persona acusada.
Es por esta razón, y por otras que son tanto o más fácilmente comprensibles como esta, que las acusaciones mediáticas no pueden morir en la orilla sino ser sostenidas hasta el final; es decir, hasta que la persona señalada se allane a ser investigada. Si no tiene nada que ocultar ni de lo que arrepentirse, lo hará sin dudar.
Pero si lo tiene y las autoridades judiciales se resisten a investigarla en profundidad, el acusado vivirá un auténtico infierno durante toda su vida, sus acusadores no obtendrán jamás la satisfacción que persiguen y la sociedad vivirá con la sensación duradera de que nadie ha sabido cumplir con su deber: ni las autoridades, que han renunciado a su misión fundamental de hacer resplandecer la verdad; ni los acusadores mediáticos, que no han encontrado la mejor forma de hacer valer sus razones; ni el acusado que, pudiendo haberse desligado del hecho con una simple prueba biológica, prefirió ocultarse en los pliegues de un sistema corrupto, especialmente diseñado para proteger a los asesinos con influencias.