
Entre 1875 y 1945 la Argentina iba a experimentar una de las más grandes transformaciones demográficas de su historia. La emigración transocéanica -especialmente proveniente de Europa y de Oriente Medio- habría de cambiar radicalmente el perfil del país, cuya población no alcanzaba entonces los dos millones de habitantes, según el primer censo nacional realizado en 1869.
Sin embargo, durante aquel largo periodo de crecimiento y prosperidad, no exento de tensiones políticas y sociales, las corrientes migratorias que enriquecieron, en diferente medida, a países como Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Brasil, Uruguay o la Argentina, eran mayoritariamente masculinas.
Las mujeres se limitaban entonces a acompañar a los hombres que habían tomado la decisión de emigrar, y lo hacían por lo general como sus esposas o sus hijas. En aquella época era realmente extraño que las mujeres decidieran por sí solas emigrar sin compañía masculina y establecerse en el país de destino sin hombres que las cuidaran.
Tampoco era la Argentina de entonces un país especialmente preparado para recibir a la inmigración femenina, pues las políticas de la época estaban destinadas, en primer lugar, a generar un tejido social rural que pudiera favorecer la ocupación definitiva de los vastísimos territorios pampeanos integrados dificultosamente al país tras las sucesivas campañas al desierto, y solo en segundo lugar a procurar mano de obra suficiente para la naciente industria urbana. Eran, las dos, tareas duras para las que se requería -según la creencia de la época- la determinación y la fuerza física propias del sexo masculino.
Los argentinos de hoy, que son bisnietos y tataranietos de aquellos inmigrantes, recuerdan por lo general a un ancestro varón inquieto y trabajador como el fundador de su linaje en el país. Pocos, sin embargo, pueden decir que fueron mujeres venidas de allende los mares las que fundaron y sostuvieron a la familia.
Uno de esos pocos soy yo.
En estos tiempos en que se valora quizá más que cualquier otra cosa la visibilidad de las mujeres olvidadas y se intenta recuperar con dificultad la figura de aquellas que fueron de algún modo eclipsadas por los hombres de su época, me gustaría recordar que mi bisabuela Manuela Tartaglia se embarcó un día de 1895 en el puerto de Génova con sus dos hijas adolescentes María Ana Santoro (mi abuela, que llegó al país con 16 años) y María Luisa Santoro (mi tía Luisa, que tenía 13 años).
Las tres mujeres, sin la compañía de un hombre, dejaban atrás así el recuerdo de una Italia meridional a la que nunca volverían (las tres murieron en Salta) y en donde, al parecer, las acechaban como fantasmas la memoria de algunos hechos desgraciados que torcieron su vida.
Hoy, después de que han pasado más de 125 años de aquella decisión crucial adoptada por tres mujeres con carácter, que hoy me sirve para explicar en parte mi propia existencia, me doy cuenta de que la osadía de mis ancestras ha tenido que esperar demasiado tiempo para alcanzar su merecido reconocimiento.
Mi bisabuela y sus hijas eligieron Salta porque allí ejercía su oficio el hermano de Manuela, el sacerdote salesiano Generoso Tartaglia, que una vez instalado por su congregación en Marsella, fue trasladado a la Argentina algunos años antes del épico viaje de su hermana y sus sobrinas a estas tierras. El «tío cura», como mi padre lo llamaba, sirvió también en los valles calchaquíes, en Jujuy, en Santa Fe y en Buenos Aires, donde murió.
Con gran determinación, inusual para la época y especialmente para una mujer, la bisabuela Manuela, viuda reciente, armó las maletas y se marchó al encuentro de su hermano sacerdote, acompañada por sus dos hijas y armada de una fe a prueba de bombas.
No fue un viaje fácil, pues Manuela enfermó gravemente durante la travesía en barco, hasta el punto de que tuvieron que administrarle la extremaunción varias veces y fue casi obligada a desembarcar en Río de Janeiro a causa de su agravamiento.
Arribadas a Salta, la viuda y sus hijas -ya bajo la guía espiritual del salesiano- se dedicaron a estudiar todo aquello que una mujer podía estudiar en aquellas épocas, ya que el tío cura, perteneciente a una congregación austera, carecía de fortuna. Las circunstancias terminaron persuadiendo a Manuela de la necesidad de contratar a un profesor de español para sus hijas.
El elegido fue Gregorio Caro, maestro de profesión y fundador de varias escuelas, un salteño con unas cuantas generaciones de arraigo en el Valle de Lerma que terminó casándose con mi abuela María Ana Santoro, en enero de 1899, cuando la joven italiana acababa de cumplir los 20 años.
Tuvieron diez hijos y formaron una familia enorme, que dio a Salta y a la Argentina hombres y mujeres de mucho provecho y una intensa personalidad. Hombres y mujeres que, desde los lugares que les tocó ocupar, contribuyeron a edificar un país que en algún momento fue objeto de merecida admiración en el mundo, y que, a su modo, enriquecieron la vida local de Salta y aportaron a su transformación ciertos valores decisivos para la convivencia social, como la tolerancia, el respeto, la superación, la modestia, la amistad, la paz, las relaciones familiares, las convicciones democráticas y la empatía.
Gregorio fallecería a comienzos de febrero de 1937. Desde ese entonces, la gran familia tuvo como faro y única guía a la abuela María, una mujer adelantada a su tiempo, que impartió lecciones de humanidad y ternura en una sociedad cerrada, atravesada por los desequilibrios y caracterizada por un muy acentuado predominio masculino. María fue el motor de una transformación generacional de hondo calado que todavía sorprende a quienes conocen la historia. Sin su carácter y su firmeza, ella y sus hijos probablemente habrían claudicado y renunciado a conquistar su libertad y su autonomía. Mi abuela fue, en definitiva, protagonista de su época y entusiasta mentora que no dejó de influir positivamente en la vida de sus hijos e hijas, ayudando a unos y a otras a sortear dignamente los obstáculos de la vida. Y lo hizo sin descanso, hasta su muerte, ocurrida en junio de 1966.
Quería recordar a mi abuela y a mi bisabuela, valientes inmigrantes femeninas, líderes naturales que no tuvieron necesidad ni de alardear de su condición ni de tomar cursos para aprender mandar y dirigir en una época dura para las mujeres de cualquier condición, pero particularmente áspera y complicada para las inmigrantes. Y recordarlas precisamente en estos momentos en que el combate ideológico y las posturas extremas propician las exageraciones y la deformación interesada de la historia. Rendirles aquí un pequeño homenaje, exactamente cuando algunos intentan hacernos creer que la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres es un fenómeno nuevo, y que todas las mujeres que vivieron antes de una época determinada fueron víctimas oprimidas, pero alegremente condescendientes, de los abusos del machismo y el patriarcado.
La historia de estas tres italianas que llegaron solas a Salta a finales del siglo XIX nos confirma afortunadamente que la condición femenina, su potencia y su afirmación por encima de los convencionalismos y las presiones sociales no son atributos que descubrimos ayer precisamente, sino un rasgo de la personalidad prendido a fuego en la historia familiar remota y silenciosa de algunas personas. Yo, una de ellas.