
El debate político -al igual que sucede con la pandemia- no ha concluido aún y es muy posible que se prolongue muchos años más allá de la fecha en que la enfermedad sea finalmente erradicada. Sin dudas, seguiremos discutiendo durante mucho tiempo las estrategias y el modelo de gobierno más apropiado para luchar contra las epidemias. Porque detrás de esta seguramente vendrán otras.
En los últimos meses hemos visto cómo algunos países democráticos han intentado un giro hacia el autoritarismo, y hemos visto a otros -menos democráticos- convertirse en auténticas dictaduras o en «infectaduras», palabra que por cierto le cae muy mal al gobierno argentino.
El primer grupo de estos países, que han tenido la suerte de que sus ciudadanos hayan podido poner freno a la tentación de los gobiernos de tomar atajos peligrosos, han conseguido también minimizar de algún modo el impacto político de la pandemia y recrear la sensación de que este logro ha sido alcanzado sin sacrificar derechos y libertades fundamentales.
Los segundos, sin embargo, han demostrado que la centralización del poder, que supuestamente favorece una mayor capacidad de toma de decisiones rápidas, termina complicando la lucha contra la enfermedad. La falta de transparencia de los regímenes autoritarios se ha revelado en estos países, por tanto, más peligrosa que nunca.
El Premio Nobel Amartya SEN, en su obra La démocratie des autres - Pourquoi la liberté n’est pas une invention de l’Occident (Broché, 2005), reflexiona sobre los casos de epidemias y carestías y alerta sobre los enormes riesgos que se producen en las dictaduras por la serie de filtros y controles que el sistema de comunicación erige, antes de que la noticia se divulgue.
Algo parecido a esto es lo que está sucediendo en estos momentos en la Provincia de Salta, en buena parte de la Argentina y en varios países del mundo que han optado por un sistema «duro» de control de la salud pública.
En estos lugares, donde las libertades y el Estado de Derecho han cedido frente a la pandemia, los gobiernos han instaurado modelos de fuerza, con una abundante comunicación, pero con mensajes crípticos y poco veraces. En la comunicación pública de estos sistemas políticos no faltan -como en Salta- llamadas repetidas a la «responsabilidad» de los ciudadanos, que solo sirven para ocultar la falta de responsabilidad y acierto de los que gobiernan.
Pero la responsabilidad de los ciudadanos solo es posible (y deseable) cuando el ejercicio de las libertades es posible. Cuando las libertades son suprimidas, la responsabilidad ciudadana pasa, sin dudas, a segundo plano. La supresión de las libertades impone una obediencia basada en el miedo al castigo, que dispensa al ciudadano normal de su obligación de ser responsable en el cumplimiento de las normas.
En Italia, por ejemplo, el exprimer ministro Enrico LETTA, a través de su cuenta de Twitter, hizo un llamamiento a sus compatriotas, a los que dijo: «Hay que ganar la emergencia con el consenso y las normas del Estado de Derecho. Es un desafío terrible e histórico que involucra reglas, autoridades y sobre todo la responsabilidad de los ciudadanos, que son el cimiento de todo».
No son pocos los que recuerdan que en Salta, de forma muy prematura, se cerró a cal y canto la Legislatura provincial y los tribunales de justicia dejaron de funcionar sin que hubiera un motivo serio para ello. Hoy, aunque las cámaras legislativas han vuelto a funcionar y los tribunales de justicia trabajan con cierta normalidad, no se puede decir de ningún modo que han regresado las instituciones que sirven para que los ciudadanos se defiendan de la arbitrariedad de los gobernantes.
Tanto la Legislatura como el Poder Judicial, antes y después de la pandemia, han dejado de servir como contrapesos naturales del poder político del Gobernador de la Provincia y de su círculo áulico. Es decir que su regreso a la actividad muy poco ha favorecido la recuperación de las libertades ahogadas por un poder político desorientado y carente de normas que pudieran ser útiles para enfrentar una situación como la que se nos ha planteado.
La «gran solución» de los primeros 90 días en Salta ha consistido en echar el cerrojo a la Provincia, blindando fronteras y controlando obsesivamente los movimientos internos, con la Policía y los fiscales como principales protagonistas. Los resultados fueron valorados como «buenos», pero hoy se sabe ya que lo fueron porque el virus apenas nos amenazaba. Habíamos construido una jaula de hierro para protegernos de los leones pero solo nos amenazaban los mosquitos. Hoy, cuando la circulación del virus es mayor y más preocupante, el gobierno provincial ha dejado parcialmente de lado la «operación jaula» pero no se ha descabalgado de su vocación aislacionista ni se ha desprendido de las herramientas normativas que más polémica han levantado.
Uno de los detalles más preocupantes de este oscuro periodo de nuestra historia es que Salta ha ido casi siempre en una dirección contraria al mundo, no tanto en materia de medidas sanitarias sino en estrategias políticas. Nuevamente el gobierno provincial ha leído mal las señales del entorno, pues mientras en un momento crítico de la pandemia se hablaba de escenarios futuros, de posibles fenómenos de desglobalización y de rebrote de los nacionalismos, un poco más tarde ha empezado a abrirse camino la idea de que la grave situación actual en realidad puede propiciar el advenimiento de un estado federal mundial y de organizaciones globales capaces de proteger la salud de los hombres y mujeres en todo el planeta.
En esta línea, son particularmente relevantes las reflexiones de Damiano PALANO, profesor italiano de Ciencia Política de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, quien ha escrito que «dado que los desafíos de la ‘seguridad humana’ no dejarán de ser globales, probablemente serán los estados los que harán que el planeta sea aún más globalizado».
Es decir, habrá más globalización y no menos. Menos nacionalismo y no más. Pero Salta, al sentirse tocada por la pandemia, se ha cerrado como un bicho pelota y para hacer todo más local y más gauchesco ha diseñado un esquema de poder y un escenario de libertades diferentes al de cualquier otra democracia del mundo.
Salta piensa ahora en vacunas, en tratamientos con plasma de personas curadas y en soluciones milagrosas, pero no piensa en devolver las libertades a los ciudadanos.
Devolverlas significaría, para empezar, reconocer la total ausencia de división de poderes y trabajar para que los equilibrios constitucionales funcionen de una manera efectiva y eficiente. Quien no comprenda que la renuncia del Poder Judicial y del Legislativo a controlar al gobierno supone -sin que se produzcan detenciones ni torturas- una daño enorme a la libertad de los ciudadanos es que no comprende cómo funciona la democracia.
Hace poco tiempo, la filósofa española Adela CORTINA ha advertido de que las fracturas sociales ayudan a que decaigan las democracias liberales. Lo que ha sucedido y sucede en Salta confirma el pronóstico sombrío de CORTINA en el sentido de que «la gente está buscando cada vez más una cierta seguridad en ámbitos más cerrados, lo que va a acelerar el proceso de deconsolidación de las democracias liberales, lo cual es una pésima noticia».
Es verdad, sin dudas, de que todas las crisis, cualquiera sea su naturaleza y su profundidad, animan a las fuerzas antiliberales a aprovechar la situación para legitimar la expansión del Estado sobre las libertades. Pero una vez que se ha demostrado que la falta de libertades, de garantías democráticas y de transparencia informativa -allí donde han sucedido- ha agravado la situación y ha ralentizado la lucha contra la pandemia, no queda más remedio que aceptar, aunque se peque de un optimismo exagerado, que las libertades individuales ejercidas en un contexto social son el mejor antídoto contra cualquier mal que las amenace.
Pensar que a la libertad o a la salud se las protege con arrestos policiales de 60 días es de una ingenuidad imperdonable, cuando no de un mal gusto tan inconsistente que apenas si alcanza para disimular las tentaciones autoritarias de los gobernantes.