
A esta situación que estamos viviendo no hemos llegado por caminos democráticos, sino transitando ese sendero tan espinoso que los gobiernos prepotentes se niegan a practicar y que llamamos el miedo a lo desconocido.
La democracia, para qué vamos a negarlo, envuelve a quienes la practican en una especie de nube de invulnerabilidad y autosuficiencia («con la democracia se cura») y empuja a pueblos enteros a la temeridad; esto es, al desprecio por el miedo. Las dictaduras, por contra, son expertas fabricantes de miedo, pero solo pueden convivir con aquel miedo que son capaces de producir y controlar; es decir, con el que parte de unos para sojuzgar a los otros. Nunca con el miedo que experimentamos todos por igual.
Pero así como el miedo es necesario para la supervivencia de los individuos de nuestra especie (y la de otras muchas), también es, -o, mejor dicho, debería ser- un componente normal de las democracias, un factor coadyuvante de su construcción y no un obstáculo al progreso. La democracia mantiene una dolorosa conexión filosófica con la libertad, y si asumimos que la libertad de los individuos es la auténtica reina de la democracia, no nos queda más remedio que admitir que el ejercicio de las libertades democráticas vuelve necesariamente a nuestra convivencia más incierta e impredecible.
Pienso que hemos vivido los últimos veinte años demasiado rápido; que la política ha intentado seguir con poco éxito el vertiginoso ritmo de las transformaciones sociales, los avances tecnológicos y los intercambios económicos, pero que no ha podido. Ha quedado en evidencia que la política y los gobiernos han sucumbido (unos más que otros, es cierto) a los desafíos lanzados por todo aquello que se suponía la política estaba llamada a gobernar. Especialmente, el miedo a lo desconocido. Si ponemos todas estas cosas juntas en una balanza, obtendremos una explicación bastante interesante al fracaso parcial de la democracia y al retroceso de las libertades.
Pero quizá lo más triste de todo este espectáculo inédito que estamos viviendo sea el hecho de que solo hasta ayer pensábamos que las democracias del mundo eran muy variadas y al mismo tiempo variables; es decir, maquinarias de adopción de decisiones únicas e irrepetibles. Y nos hemos dado cuenta de que no es así, pues en términos de «originalidad», las dictaduras le llevan a las democracias una apreciable ventaja, o que por lo menos así ocurrió en el pasado.
Vivimos en tiempos de copias y de copiones que se esconden y venden sus ideas como originales. Lo padezco todos los días, pues aunque mis escritos y reflexiones tienen el nivel y la profundidad que tienen (lo siento, no puedo hacerlo mejor), solo basta esperar un par de días para que algunos enfoques y algunos temas que me ha costado muchísimo adoptar o elegir antes de publicarlos en estas páginas, aparezcan cuidadosamente refritos en otros medios. Acaba de sucederme con mi recuerdo de la gripe española de 1919 en Salta.
Pero si esto sucede en niveles tan poco importantes como el de la escritura libre, ninguna razón hay para que los gobiernos no se copien los unos a los otros, o se contagien el miedo, incluso con más facilidad que el virus.
Así como ahora es mucho más fácil copiar contenido de otras fuentes digitales, para los gobiernos es todavía más fácil y rápido enterarse de lo que hace, no solo el vecino, sino también el gobierno del país que está en los antípodas. Solo es cuestión de cambiarle el color a la bandera, poner otras las cortinas y traducir algunas cosas complicadas al lenguaje vernáculo.
Es verdad que al comienzo de la pandemia, cuando no se tenían pistas sólidas sobre la gravedad de la amenaza, algunos tomaron decisiones «nacionales» frente a la amenaza global. Pero cuando la cosa se puso peliaguda, a algunos países -y no quiero mencionar a ninguno- no les quedó más remedio que imitar casi exactamente lo que acababan de hacer otros.
Aquel carácter único, creativo y adaptativo de las modernas democracias liberales se deshizo en cuestión de pocos días. Líderes extraños y caóticos, como Donald Trump, se vieron obligados a sucumbir a la ola uniformadora de la respuesta idéntica (aunque no coordinada) frente a la amenaza global.
Pero como la democracia tiene todavía, y a pesar de la que está cayendo, ese componente competitivo, muchos de los que han reaccionado tarde y que comenzaron negando la gravedad de la amenaza, dicen ahora que han sido los primeros en todo, los más previsores, y que las soluciones que ellos han puesto en marcha -como por ejemplo la de convertir los recintos feriales en hospitales de campaña- son el no va más de la prevención sanitaria.
Mucha gente todavía recuerda la convencida afirmación del ministro argentino de Salud sobre que el COVID-19 «no llegaría nunca» al país.
Los líderes de los países a los que la epidemia ha venido perdonando sacan pecho frente a sus ciudadanos y, aprovechando que el virus apenas circula por allí y que los contagios suman un número realmente bajo, salen a las calles desiertas, controlan rutas, ejercen de vigilantes en los aeropuertos, se ofrecen -como el Presidente argentino- a detener personalmente a los violadores del confinamiento, mientras gastan enormes cantidades de dinero en encuestas de popularidad e imagen, que podrían servir para comprar material sanitario o medicamentos.
Se podría decir que el castigo democrático que supone el encierro y la desconexión autoritaria de la economía es en cierto modo más llevadero (aunque quizá no más comprensible) en aquellos países que se despiertan cada día con miles de muertos, que en aquellos que, por el deseo de no tenerlos, se han blindado quizá de forma apresurada. Pero esto está todavía por ver.
Estas pequeñas diferencias han llevado a que algunos gobiernos estén pensando en este mismo momento en cómo hacer para reconstruir a sus países, mientras que otros -los países que no han sufrido tanto- piensan más bien cómo hacer para que -una vez derrotado el virus- se pueda volver a gobernar cómodamente, por decreto y con altísimas cotas de popularidad sobre unos ciudadanos atemorizados, que además de miedo, han desarrollado por primera vez en la vida un cierto respeto por la autoridad. Los que hasta hace algunas semanas pensaban en echar mano del big data para apretar mejor a sus ciudadanos, se han dado con la agradable sorpresa de que las viejas herramientas son mucho más efectivas y baratas, hasta el punto de que unos 3.000 millones de seres humanos hoy padecen una especie de prisión domiciliaria, obtenida con el mínimo esfuerzo.
Pocos calculaban que aquel escenario del apocalipsis de las libertades soñado por los tiranos no se iba a construir con los tanques lanzados a las calles para imponer el terror sino con el ir y venir de las ambulancias para salvar vidas humanas.
Por otro lado -y esto también asusta- el ejército celestial de opinadores ha salido con sus crayones a dibujar «el mundo que vendrá», sin que todavía el otro -el que supuestamente vamos a dejar atrás- se haya marchado del todo.
Confieso sin temor que no tengo ni la más pálida idea de ninguna de las dos cosas. Es decir, no sé si el mundo será igual, parecido o diferente cuando la pandemia haya desaparecido de los radares; y luego, en el caso de que fatalmente haya de cambiar, qué forma va adoptar nuestra convivencia, nuestra economía o nuestra cultura, así como no sé cuál va a ser el formato de la Champions League o el de la Copa Davis. Si me dieran a elegir es que casi prefiero a los que aconsejan beber vinagre tibio para matar al virus en la epiglotis que a los que se devanan los sesos hablando de un futuro que, por horas, se hace más incierto.
Siempre serán preferibles los médicos brujos y los consejos caseros, incluso los más temerarios, a esos que le echan la culpa de la pandemia a la globalización, al capitalismo o al neoliberalismo. Otros de los que no me fío un pelo -ahora y en este contexto- son los teóricos de la desglobalización y del decrecimiento. Su momento no ha llegado, a pesar de que ellos se lo crean.
Muchos menos me fío, por supuesto, de aquellos, como el exgobernador de Salta, Juan Carlos Romero, que después de haber practicado, desde su gobierno y desde fuera de él, cuanta política hubiera disponible en el manual del tirano para degradar a los seres humanos y hacer añicos sus libertades, desde el diario que desde hace años intenta sin éxito hacerle pasar por un intelectual, sueña con que el futuro postpandémico nos traiga una sociedad «sin tutelas, sin paternalismos, sin demagogia ni populismo». Yo también he soñado alguna vez, como él, con una sociedad «sin romerismo», pero me temo que basta hojear el diario al que me refiero para despertarse del sueño o hundirse en la pesadilla.
Lo que me preocupa de verdad -y esto no tiene nada que ver con una especulación teórica sobre un futuro más o menos idílico- es que tan pronto como la epidemia haya finalizado los ciudadanos que creemos en la democracia con libertades y justicia nos vamos a tener que enfrentar al rebrote de los nacionalismos, al regreso de los países encerrados en sus fronteras, a las soluciones insolidarias y a las recetas vecinales. Y no termino de entender cómo es posible que en estos momentos haya tanta gente preocupada en Europa por la falta de acuerdo en el seno de la Unión para encontrarle una salida económica conjunta al desafío de la reconstrucción, mientras en la Argentina parece haber una confianza ciega en que, cuando llegue el momento de volver a poner en marcha la economía, va a sobrar dinero en el mundo y los mercados se van a dar de codazos para ver quién llega primero a prestarle dinero a la Argentina.
Creo que es momento para estar razonablemente preocupados. Y también que es un momento muy bueno para pensar, para estudiar y para mejorar como personas.
Lamentablemente, en este último mes no me ha picado, como a muchos, la curiosidad microbiológica. No sé nada del virus, excepto que parece una bola verde con unos pólipos en forma de honguitos. No dirijo la vida de nadie ni doy consejos médicos de ninguna naturaleza, y desde ya que no quiero que me los den a mí. Pero tampoco me hace gracia que alguna gente aproveche el encierro para seguir metiéndole miedo a sus semejantes, para prometerles paraísos veniales a la vuelta de la esquina, para realizar ajustes de cuentas ideológicos, para destruir prestigios, para deformar las ciencias sociales o para falsificar la historia. Pero así como el pensamiento es libre y puede dirigirse a cualquier objeto de conocimiento, nuestro pobre entendimiento también es libre de seleccionar lo que quiere procesar y lo que desea desechar.
En estos días de encierro, el deseo de mejorar como personas empuja a muchos -entre ellos a mí- a hacer ese ejercicio sanitario, tan fundamental como lavarse las manos, que es desechar ideas que nos perturban el alma.