Del general Videla al general Coronavirus: 44 años de soledad muy bien llevados

  • A finales de la década de los 70 del pasado siglo, un joven exiliado argentino en Madrid había adoptado la fea costumbre de cruzar la transitada calle de Sagasta haciendo ‘slalom’ entre el tráfico rodado.
  • Encierros, aislamientos y miedo a la muerte

Cuando sus amigos le afeaban su temeridad, él solía responder: “No me ha podido matar el general Videla, va a venir a aplastarme un turismo en el centro de Madrid”.


La anécdota quizá venga a cuento porque en estos días tan duros y al mismo tiempo tan extraños que vive la humanidad entera, algunos semejantes nuestros -especialmente los que han conseguido sortear pruebas muy duras a lo largo de su existencia- piensan que si los nazis, el cáncer, la dictadura militar o la crisis del 2001 no ha conseguido acabar con sus vidas, la pandemia no podrá con ellos.

En 2008 se abatió sobre las economías occidentales una gigantesca crisis económica que me afectó de una manera profunda y duradera. Doce años después, cuando los efectos de aquella crisis mal curada todavía se perciben con intensidad en mi precaria economía, resuenan a la distancia las insólitas palabras de aliento pronunciadas por una persona a la que tuve un gran afecto y que decían más o menos que los argentinos, por la dramática existencia que llevamos desde hace décadas, estamos mejor preparados que cualquier otro pueblo de la tierra para soportar las crisis económicas.

No es verdad. Las crisis económicas, así como las pandemias, demuestran nuestra extrema vulnerabilidad como seres humanos, hayamos nacido en la Argentina, en Haití o en Yemen del Sur. Llega un momento en el que saberse y sentirse argentino, más que un alivio existencial o una herramienta afilada para combatir la adversidad, se convierte en un ingrediente corrosivo que solo añade más desesperanza e impotencia a nuestro humano tormento.

Vivo a 60 metros de una poblada residencia de ancianos especializada en cuidados paliativos y terminales. Aquí vienen las personas mayores a morir, con cierta tranquilidad y buena atención, en silencio y sin grandes aspavientos, porque sus familiares pagan para que el tránsito se produzca de esta manera. Durante estos días de riguroso encierro he intentado enterarme de las cifras de contagios y fallecidos en las proximidades de mi barrio pero es imposible saber qué suerte han corrido aquellas personas a las que uno saludaba a diario y que en la mayoría de los casos solo conocía de vista o por su nombre de pila.

Lo que sabemos es que las residencias de mayores de Madrid (asilos y hogares, como se los denomina en la Argentina) se han convertido en el blanco favorito de la mortal potencia del coronavirus. ¿Cuántos viejitos de aquellos que suelo ver cada vez que cruzo su jardín para tomar el autobús ya no están con nosotros? Es imposible saberlo. El encierro lo impide.

Todo parece indicar que buena parte de ese prójimo no tan prójimo y con el que uno mantiene una «distancia social» de otro tipo está siendo profundamente afectado por esta pandemia. Muchos de ellos están cayendo como moscas sin que uno apenas se entere.

Si el mundo no se acaba para mí antes, dentro de un poco menos de cuatro meses habré cumplido los 62 años. Por mi edad y por otras circunstancias sociosanitarias que solo mi familia más próxima y yo conocemos, formo parte del selecto club de personas vulnerables, especialmente amenazadas por esta mortífera enfermedad.

Los que se podrían llamar «efectos colaterales» de la pandemia son, en el plano estrictamente personal, y si se me permite decirlo, muy parecidos a los que provocó en mí el golpe del 24 de marzo de 1976, que ocurrió cuando contaba solamente con 17 años. Puede que a algunos esta comparación les resulte exagerada, inoportuna o irreverente, pero hablo de una experiencia personal, que poco tiene que ver -y desde luego no pretende compararse- con el sufrimiento de las auténticas víctimas de aquel periodo histórico.

Como algunos saben, el golpe militar del general Videla y sus secuaces me sorprendió solo, absolutamente solo, en una casa inmensa, silenciosa y desolada. Me sometió también a una cuarentena forzada por varios días, pero sin comunicaciones, sin dinero, sin ánimos, sin Netflix y sin recursos para defenderme de ninguna manera. Hoy, 44 años después, quitando las comunicaciones, que felizmente las tengo muy buenas, y una cierta disposición espiritual, la situación es asombrosamente parecida.

Afortunadamente cuento con mi mujer y con mis tres hijos, que ya no solo son mi apoyo y mi razón de vivir sino que se han convertido en mis guías y en mis protectores incondicionales. Por mí, por mi salud y por mi suerte, solo se han interesado seis primas mías a las que no veo desde hace décadas y a las que deseo agradecer su preocupación, así como un puñado de amigos (no más de cuatro) que me han llamado o me han escrito por el mismo motivo. Del resto, especialmente de hermanos y sobrinos, que son muchos, no he tenido ni tendré noticias, como no las tuve en aquellas horrendas jornadas de oscuridad, silencio y desasosiego que se sucedieron después del 24 de marzo de 1976. Tengo motivos serios para pensar, sin rencor de ninguna naturaleza, que la crueldad propiciará otra vez una condena al silencio como la que estas mismas personas, a las que dediqué más de media vida, pronunciaron en mi contra el 5 de septiembre de 1993.

En marzo de 1976 el general Videla no pudo matarme, pero lo peor del asunto es que 44 años después de todo aquello aún no sé si de verdad se lo propuso, como sí los saben otros que estuvieron efectivamente en su diana y que por haberlo estado hoy se consideran invulnerables y con la memoria inmune a los sentimentalismos inútiles. No sé cómo va a tratarme el virus, pero en cualquier caso ya he vivido una vida y la suerte que yo pueda correr me interesa a mí tanto como al parecer les interesa hoy a los que desaparecieron de los radares cuando Videla dio el golpe, cuando se suponía que debían cuidarme y protegerme de los peligros.

Permítanme que rescate también de la memoria aquella imagen inolvidable de mi padre cuando, al escuchar por la radio las primeras noticias que llegaban de las Islas Malvinas en la madrugada del 2 de abril de 1982 y antes de que nadie imaginara un desenlace bélico, me dijo con gran solemnidad y lágrimas en los ojos: «Hijo: nunca pensé que iba a ver a mi país en guerra».

Si Dios nos permite que veamos más amaneceres después de que el virus haya sido derrotado, me gustaría que el mundo cambiara en un solo punto: la solidaridad entre seres humanos.

Sin virus y con una solidaridad edificada sobre bases más humanas y justas, con gobiernos menos rendidos al poder del capital financiero internacional y con sociedades menos tolerantes a los abusos de los poderosos, el mundo será sin dudas mejor. Y a su mejoramiento habrán contribuido aquellos que se han dejado la vida en esta pandemia, así como quienes, con sacrificio y dedicación, los han cuidado.

Porque uno de los peores castigos para la conciencia de los seres humanos, en cualquier latitud, en cualquier cultura, es vivir aplastado por el peso de saber que se ha abandonado a su suerte un ser querido en dificultades.