El negacionismo y la incredulidad: nuevas señas de identidad del ‘orgullo salteño’

  • Los salteños estamos especialmente preparados para creer sin haber visto. Nuestra piadosa religiosidad pone de manifiesto en todo su esplendor esta especial cualidad del alma humana.
  • Frente a la amenaza del coronavirus

Pero cuando topamos con la ciencia, y sobre todo cuando nos situamos de cara a lo que se conoce como evidencia científica, somos mucho más exigentes de lo normal. Al salteño medio no le alcanzan con las demostraciones científicas que nacen de la lógica, de la argumentación o del razonamiento. O vemos que el sol se levanta detrás del cerro San Bernardo o automáticamente nos convertimos todos en terraplanistas.


Por estas horas, en las que el planeta se ha convertido en un gigantesco candado y en algunas ciudades solo hasta ayer alegres, coloridas e inundadas de gente se ha vivido un domingo de auténtico holocausto nuclear, en Salta se multiplican los titubeos frente a la amenaza del coronavirus.

Es lógico que algo como esto esté sucediendo ahora mismo, porque los salteños -que habitualmente consumen mucha información diversa- en estos días se han hinchado a noticias sin tomarse el trabajo de verificar la seriedad de la fuente que las produce o el medio que las propala.

De este modo hay entre nosotros alarmistas natos que se creen que en las calles de las principales ciudades españolas solo circulan coches fúnebres, unos detrás de otros, y que los muertos hieden en las cunetas, como si aquí hubiese sucedido el terremoto de Puerto Príncipe y como si España fuera la Haití de 2010.

Otros, al escuchar a los italianos cantando desde sus ventanas piensan que el Dios Maradona -una deidad meridional siempre recelosa de los polentoni de la Padania- se ha ensañado con los italianos del norte y estos, a modo de súplica, le dedican canciones improvisadas desde sus terrazas y balcones.

Del otro lado, hay quienes piensan que los países de Europa que mantienen a casi 180 millones de personas confinadas en sus hogares exageran y que vivimos un capítulo más de la dominación capitalista, que se vale de un virus de diseño para infundir miedo a los ciudadanos. Hay teorías conspirativas de las más variadas, así como las hay apocalípticas, que circulan sin control por las redes sociales.

De entre todas ellas me preocupa especialmente las que afirman, con espeluznante soltura, que el virus no mata como dicen, o que «solo mata viejos», lo cual deja entrever una crueldad mayúscula con las personas mayores, a las que ese juicio superficial considera poco menos que inútiles en una sociedad como la nuestra. En este mundo de gente joven, superproductiva, asertiva, de celulares humeantes, parece que solo tiene valor la vida de los jóvenes y no la de los mayores.

En Salta y en todos lados hay también personas sensatas y responsables, razonablemente temerosas por lo que pueda ocurrir con la pandemia, pero me animo a decir, por lo que se ha visto en las últimas horas, que de esta franja de personas hay pocas que tengan alguna responsabilidad en el gobierno.

Al contrario, el gobierno demuestra, en su mayoría, estar conformado por alarmistas del primer grupo o por negacionistas e incrédulos del segundo grupo. Lo demuestra el hecho de que un alto funcionario de la Municipalidad, para eludir las críticas que le fueron dirigidas, dijo que estaba muy tranquilo porque las personas asintomáticas como él no contagian.

Se ve que este hombre no se ha enterado del drama que han supuesto la manifestación del 8M en Madrid convocada por la izquierda (y la contramanifestación de la ultraderecha de Vox el mismo día) ambas desaconsejadas por la autoridad sanitaria europea. A estos actos, tan masivos y multitudinarios como innecesarios en el contexto que se vive, acudieron altos responsables políticos, tan asintomáticos como el que más, que han terminado enfermando a miembros del gobierno y de la oposición. Hablo, por supuesto, de la ministra Irene Montero (de Unidas Podemos) y del diputado de Vox Javier Ortega Smith.

Tenemos por otro lado a personas con alta responsabilidad en el gobierno que piensan que no se deben de cerrar las escuelas, porque allí los niños están mejor que en sus propias casas, donde carecen de higiene y de buena alimentación, en una gran mayoría de casos. Pero, aunque esto último pueda ser cierto, no se puede condenar a las maestras a ejercer de voluntarias en una epidemia de estas características, no se puede hacinar a los niños en aulas superpobladas en donde no está ni por asomo asegurada la distancia mínima interpersonal de 1,5 metros, y en sistemas de interacciones y juegos en donde los pequeños intercambian mocos y saliva como si fuera la cosa más normal del mundo. Si las escuelas de Salta siguen abiertas y el virus avanza, el escenario puede ser mucho más grave que en Europa y esto es ya mucho decir.

Los poderes públicos de Salta tiene que darse cuenta cuanto antes de que no hay, ni en el hospitales públicos ni en las clínicas privadas, camas suficientes para atender a una avalancha de enfermos simultáneamente. Los respiradores artificiales que hay en toda la provincia se cuentan con los dedos de una mano. Falta personal sanitario cualificado y equipos de prevención para evitar que estos trabajadores también caigan enfermos. Y para peor, desde Salta se debe esperar más de cinco días el resultado de los análisis que solo se practican en Buenos Aires. En caso de un lockdown casi total no hay nada -especialmente una dirección política unificada- que garantice que la población va a tener lo mínimo imprescindible para subsistir.

Salta no puede darse el lujo de esperar a que la curva de contagios suba en vertical para comenzar a aplicar medidas duras. El gradualismo ha fracasado en España, en Italia, y también en Francia, país en donde hoy, desgraciadamente, se ha permitido la celebración de elecciones municipales. Si el cierre total resulta a la postre exagerado, y la curva de contagios resulta plana, al final el objetivo se habrá conseguido. Pero el sacrificio no habrá sido del todo inútil.

Lo que está fuera del mundo es el «orgullo» que provoca el tener pocos casos y la xenofobia del que cree que el virus se va a parar a ponchazos, porque aquí somos machos, porque aquí somos muchos. Y, sobre todo, porque no somos chinos. Grave error. Es hora de cerrar todo y espero que el gobierno, cualquiera que sea, decrete una medida como esta cuanto antes.