
Al salir, lo aguardaba una pequeña multitud -algo más pequeña que la conformada por el personal de seguridad que lo acompañaba- que dedicó al mandatario venezolano insultos como el de "rata" o "asesino", ya que el epíteto de "dictador", lejos de ser considerado por el personaje como un insulto, parece agradarle hasta extremos insospechados. Algún transeúnte le deslizó también el insulto xenófobo favorito de los peninsulares: "Vete a tu puto país". Pero no fue escuchado.
El presidente Chávez no siguió su periplo a pie por la Gran Vía. No fue a las rebajas de Zara ni se comió un Big Mac en las inmediaciones. Montó en un coche que él mismo condujo por la complicada avenida madrileña, llevando como copiloto no precisamente a Marcelino Camacho (histórico dirigente comunista de Comisiones Obreras y eterno propulsor de la huelga general revolucionaria) sino al mismísimo presidente de Repsol YPF, don Antonio Brufau Niubó, que es más o menos como salir de las entrañas del infierno asido de la mano de la reencarnación humana del mito capitalista que tan perfectamente dibujó Carlos Marx.
Ni las viejas fronteras ideológicas ya sirven para dividir las aguas; ni las nuevas, porque aquella distinción entre democracia y dictadura, característica de los años 90, tiende a borrarse. La amplia sonrisa del máximo empresario petrolero español demuestra hasta qué punto importan para los grandes negocios si los venezolanos gozan o no de determinadas libertades.
¡Así se combate al capital!
Lo que es seguro es que el presidente Chávez no es un personaje muy querido en España. Pero querido o no, es infinitamente más conocido que la presidente argentina señora Fernández de Kirchner que aquí no hubiera llamado la atención de nadie, ni siquiera en las rebajas de Zara y aunque saliera de las tiendas de la mano de George Clooney.