
Los visionarios que hace diez años escogieron el lugar por las nostálgicas sombras del abandono, tras un ferrocarril paralizado por la privatización, probablemente no pensaron que algún día un local allí costaría fortuna.
Y claro está, el concepto de cultura es algo que el turismo maneja de forma particular, poco queda de esos guitarrreros trasnochados que por un poco de vino te inventaban nuevamente el repertorio del folclore. Todo hoy tiene su tinte de confort, incluso los espectáculos que se ofrecen en las peñas, las cuales poco a poco se van volviendo inaccesibles para los salteños, van configurando o adaptándose a esa imagen de postal en la que Salta intenta recortarse.
No es cuestión de lamento, no son tiempos para escribir una zamba, los turistas solo quieren oír las que ya se conocen; habrá que aceptar las transformaciones que traen los años y los contagios patológicos de la industria del turismo.
Sin embargo, sería conveniente advertir que en esas tres cuadras que van desde la avenida Entre Ríos hasta la calle Ameghino, la inauguración del Paseo Balcarce legitima los borramientos que sobre el paisaje urbanístico viene ocasionando el turismo. Ya nadie percibe la herida que el costado de la Catedral recibe por la insolencia arquitectónica del edificio del Banco Macro, mucho menos el espacio ecléctico de los boliches de la Balcarce será problema para la conciencia visual: aún quedan empanadas y tamales y chacarera. Incluso, aún quedan algunos rincones para los estudiantes donde pueden pasar la noche y gastar poco, pero con el tiempo en estos casos la belleza encarece y, orgullosa, solo se entrega al mejor postor.
De cualquier modo no se puede negar el desarrollo, de aquí a veinte años esta será la Salta que miraremos en las fotos con nostalgia, aunque sigamos usando las mismas zambas para lamentarnos.