Las consecuencias de la confrontación

"Actúan como patrones de estancia": la frase la gatilló el dirigente de la Federación Agraria, Eduardo Buzzi; y el blanco del disparo fue el gobierno. En el durísimo enfrentamiento con el oficialismo al que se han visto empujados, los hombres del campo se muestran dispuestos a dar batalla tanto en el territorio como en el discurso, y parecen decididos a combatir la propaganda oficial, devolviendo a la Casa Rosada los clichés que este emplea con la intención de aislar la gran movilización de los productores. Eduardo Buzzi, dirigente de la Federación AgrariaAl incrementar fuertemente las retenciones sobre la soja y establecer un mecanismo de virtual congelamiento de precios, el gobierno nacional estimuló (en su contra) la siempre ardua convergencia de criterios entre las cuatro organizaciones mayores de los productores y, más aún, incentivó el activismo espontáneo de miles de familias campesinas, que superaron a las propias organizaciones y se lanzaron a cortar rutas y caminos en el noroeste y el nordeste, en Cuyo, en la zona Centro, en el Litoral y en el Sur.

El gobierno, como suele hacerlo, se parapetó tras una respuesta dura. Pero la terca repetición de gestos intransigentes y palabras que "son nafta en un incendio" (según las describen los retobados en cada una de los centenares de asambleas del campo que se desarrollan en todo el país) no consigue disimular la perplejidad oficial. El jefe de gabinete –el valido Alberto Fernández- y su protegido, el joven Martín Lousteau, a cargo de la cartera económica, se ocupan de chucear por los medios a los campesinos rebeldes mientras la familia Kirchner (la presidente y su influyente cónyuge) se toma un respiro en Calafate, a buena distancia de las protestas más ardorosas, analizando cómo escapar del laberinto que el propio gobierno erigió a su alrededor.

El primer reflejo oficial consistió en cederle la vanguardia de la respuesta al paro a las organizaciones piqueteras oficialistas. Luis D'Elía y Humberto Tumini saltaron de inmediato al ruedo, como para demostrar que ellos no vacilan en hacer su aporte, a diferencia del PJ que, recién apilado por el oficialismo en un expeditivo congreso, sólo emitió un profundo silencio.

Preocupado por la extensión y vigor de la resistencia campesina, Néstor Kirchner impulsó desde Santa Cruz declaraciones contra el paro agrario de funcionarios y gobernadores adictos. Hablaron el inefable Carlos Kunkel y unos pocos miembros más del Partido del Estado Central, así como un puñadito de gobernadores entre los que no se oyó ni al de Córdoba ni al de la provincia de Buenos Aires. En rigor, ya a mediados de semana se conocían declaraciones de intendentes y cuerpos de concejales bonaerenses, cordobeses, santafesinos y entrerrianos del mismísimo Frente por la Victoria en las que se solidarizaban con la movilización agraria. Si el gobierno pretendía aislar al campo, lo que estaba ocurriendo era lo inverso: la reivindicación de los chacareros y los productores agropecuarios empezaba a neutralizar las fuerzas oficialistas y conseguía fuertes simpatías en las ciudades, donde reina una opinión pública que ha tomado distancia del oficialismo y se siente acosada por la disparada de la inflación.

En pleno viernes santo, desde el alto comando patagónico se reclamó acción a un hombre de confianza: Hugo Moyano. El dirigente camionero aseguró que dispondría de inmediato que su gremio enfrentara los piquetes rurales. Su hijo Pablo, por su parte, sostuvo que el gremio de los camioneros se encargaría "de asegurar el libre tránsito en las rutas".

Habrá que ver cuánta obediencia consiguen los Moyano de su organización para encarar una guerra de esa naturaleza (de hecho, el gremio está sacudido por luchas intestinas que han cobrado varias víctimas fatales, incluyendo el asesinato por encargo del tesorero del sindicato). Pero, en cualquier caso, la intención de enfrentar la movilización agraria con grupos de piqueteros o gremialistas adictos o la idea de que los Moyano se encarguen de "garantizar el libre tránsito" no hacen sino destacar un punto extremadamente vulnerable del gobierno: su imposibilidad de garantizar el monopolio estatal del uso de la fuerza y su bendición implícita o explícita a sectores que privatizan esa esencial jurisdicción pública. Esa circunstancia hasta ahora se había manifestado con reiteración aunque en dosis homeopáticas, pero probablemente en estos días quede a la vista de modo notorio e incontrastable. El oficialismo no mide las consecuencias de sus propios actos.

Las cuatro organizaciones mayores del campo advirtieron el viernes que "luego de cada declaración agraviante que realiza alguno de los funcionarios se suman nuevos productores a las rutas, con más bronca, en esta verdadera rebelión que está protagonizando todo el interior del país" y exhortaron al gobierno a "abandonar su actitud y evitar que este justo reclamo agropecuario derive en un dramático enfrentamiento entre argentinos".

Desde el gobierno se dejó trascender que la señora de Kirchner anunciaría el martes, al regresar de Calafate, el cierre de las exportaciones de carne.

La irritación atraviesa a todos los sectores de la producción agropecuaria, pero es particularmente notoria en los ganaderos y agricultores medianos y pequeños, a quienes la succión fiscal del gobierno central empuja al borde de la crisis. El gobierno nacional insiste en pintar el paro del campo como un cortejo de ricachones y rentistas empujado por el egoísmo y la insensibilidad. Esa es una descripción interesada, parcial y deformante. Un trabajo publicado en estos días por el sitio especializado El rural.com analiza cómo se distribuye la torta de casi 40.000 millones de dólares que es el valor de la producción nacional de los cuatro granos más significativos (trigo, maíz, girasol, soja). Según ese estudio, un 39 por ciento de ese valor es absorbido por los costos de producción y comercialización (sin contar el capital tierra) y otro 39 por ciento lo absorbe el Estado a través de los derechos de exportación. A los productores les queda, así, un 22 por ciento que se reduce al 3 por ciento una vez que se incorpora al cálculo el costo del capital tierra. En rigor, el gran rentista es el Estado central, ya que el impuesto por retenciones no se coparticipa con las provincias.

La movilización del campo no sólo está reivindicando derechos de los productores frente a una carga impositiva confiscatoria; también está poniendo sobre la mesa el reclamo de una distribución justa de los recursos impositivos, que, en manos del gobierno nacional, no retornan en obras y servicios a los pueblos y comunidades que los generan. "Nos quieren robar nuestro estilo de vida –protestó un productor de 9 de Julio ante el director del diario Perfil, Jorge Fontevecchia-; estamos cansado de que tengamos que ir a la Capital para atendernos en un hospital o nuestros hijos tengan que irse allí para estudiar. ¿Por qué? Nos sacan los ingresos que debe manejar nuestro municipio; a 9 de Julio estas retenciones le sacan 270 millones de dólares que se van para el Gobierno Nacional, mientras que el total del presupuesto de todo el Gobierno local de 9 de Julio son 12 millones de dólares". El campo espera que los políticos locales –en municipios y provincias- se sientan apalancados por la protesta para reclamar mejoras en la coparticipación. Entre los gobiernos provinciales, el de Santa Fé – que cuenta en su seno con la aguerrida María del Carmen Alarcón, un puntal en la reivindicación agraria- es el que se ha mostrado próximo y solidario con el campo y el que formula más explícitamente reclamos por los impuestos que succiona la caja central.

El kirchnerismo responde a la crisis repitiendo, como acto reflejo, comportamientos que en otros momentos le dieron buenos resultados: confronta abiertamente con quienes impugnan su medida y aprieta el lazo en sus propias filas, reclamando lealtad y espíritu de lucha. Ocurre, sin embargo, que el contexto ha cambiado: en principio, hoy confronta con un sector económicamente estratégico y conciente de su importancia y con una movilización extendida en todo el país. Lo hace, además, en el marco de una inflación creciente que agrava la debilidad del oficialismo ante la opinión pública de las grandes ciudades, donde también se cuestiona la gestión deficiente y la prepotencia escasamente republicana. Por otra parte, un fragmento nada despreciable de su propia estructura política se muestra renuente a enfrentar la protesta o adhiere a ella con palabras o con silencios.

Como paisaje de fondo, muchos sectores que durante los 57 meses de administración Kirchner debieron soportar en soledad el maltrato oficialista observan el espectáculo y se preparan a comprobar si, con el cambio de escenario, ahora le toca al gobierno recibir de su propia medicina.