
Que la inseguridad no es una alucinación colectiva ni un embeleco fraguado por los medios quedó claro esta misma semana, cuando se conocieron las cifras del delito en territorio bonaerense acreditadas por la Procuración General de la Suprema Corte provincial. Los delitos cometidos en la provincia de Buenos Aires crecieron en un año 15,5 por ciento. El ministro de Justicia, Ricardo Casal, amplió el cuadro: el 35 por ciento de los casos correspondió a delitos graves, no excarcelables. Evidentemente, la inseguridad no es un espejismo.
El gobierno tiene un amor no correspondido por las estadísticas: el INDEC ofrece cifras imaginadas sobre precios, pobreza o empleo y las autoridades las toman al pie de la letra. En cambio, se muestran escépticas ante las cifras de la realidad cuando registran crímenes, violaciones, robos. O casos de dengue.
Dicen que la primera víctima de las guerras es la verdad informativa. Y lo cierto es que el gobierno se encuentra en estado de guerra. Casi podría decirse que este ha sido su estado normal, a juzgar por el espíritu y los modales confrontativos que han caracterizado a los dos miembros de la sociedad presidencial a lo largo de su ya extensa gestión.
Que la información sufre en esas atmósfera quedó claro esta última semana, cuando una mano negra, aún no identificada, se dedicó a interferir, empleando una costosa y alambicada logística, las emisiones de radios y canales ligados al grupo Clarín.
La proximidad del desafío electoral (la encrucijada cruel del cuarto oscuro) vuelve más intensos aquellos rasgos conflictivos: Néstor Kirchner declara al gobierno acosado por fuerzas destituyentes, que sus teóricos caracterizan como el complejo agromediático.
Pocos días atrás, los obispos argentinos reunidos en asamblea expresaron su alarma porque observan alterada la paz de la Nación. El testimonio de la Iglesia refleja con moderación el estado del país. Desde hace más de un año se asiste al terco enfrentamiento del poder central con la cadena de valor agroalimentaria; esa confrontación, que procura asfixiar al sector económico más extendido internamente y más competitivo internacionalmente, paraliza y daña la producción, el empleo y el consumo de la Argentina, empezando por el interior.. .
El aumento de las tensiones y el incremento de la violencia son manifestaciones de la naturaleza e intensificación de una crisis que, como lo ha manifestado el propio esposo de la presidente, coloca a la Argentina en situación de ingobernabilidad. Si bien se mira, la brusca modificación de la fecha de los comicios y las insinuaciones de renuncia en caso de derrota confirman la convicción del gobierno de que no puede ejercer su gestión dentro del régimen institucional y revelan y explican su apuesta a crear una nueva base y un nuevo punto de partida desde una opción plebiscitaria. Cualquiera fuese el resultado de ese buscado plebiscito, su existencia es la constatación de que estamos ante el crepúsculo de una etapa, ante el final de un régimen político.
Los tiempos de crisis mundial suelen caracterizarse por la tensión a la que someten a los sistemas políticos. El gran antecedente de la crisis actual, la crisis de 1929/30, se llevó en cuatro años 17 gobiernos de América Latina. El signo de la ruptura no fue la homogeneidad ideológica: en la Argentina un general de ideas nacionalistas, José Félix Uriburu, sustituyó a Hipólito Yrigoyen; en Chile, se instauró la República Socialista encabezada por el general de aviación Marmaduke Grove, en Brasil, la insurrección gaúcha de Getulio Vargas. En todos los casos, más allá del signo político, hubo intensificación del conflicto interno, crisis de legitimidad institucional, en el contexto de una crisis mundial.
Aunque vivimos tiempos de gran turbulencia planetaria, la situación de Argentina no es un mero epifenómeno de algo que ocurre afuera. La crisis financiera global impacta en todas las regiones y países, pero con intensidad diferenciada según las condiciones internas y la naturaleza de los vínculos con el sistema mundial.
La crisis afecta a todos los sistemas políticos sin excepción y se transforma en inestabilidad o ruptura cuando la intensidad del conflicto no puede ser procesada por los sistemas políticos nacionales, debido a su debilidad institucional y a su frágil legitimidad.
A diferencia de algunos países de la región (Chile, Brasil, Uruguay), cuyos sistemas políticos tienen por debajo de una red, más o menos densa, de acuerdos y consensos, el sistema argentino no cuenta, por debajo del dispositivo hegemónico implementado por Néstor Kirchner, ningún acuerdo nacional que le dé sustento. El propio mecanismo por el cual se decidió el anticipo electoral, sin consultas previas al conjunto de las fuerzas participantes, la anemia del sistema federal o las recurrentes gambetas del Ejecutivo al Congreso son muestras de ese hueco. La Argentina es un país de instituciones débiles que por cierto no se fortaleció en estos años. El sistema de poder de los Kirchner está debilitado y debajo de él no existe acuerdo político alguno. La alarma de los obispos está muy justificada.