
Bien implementada, imagino que arrasaría a otros países a unirse a ella. Sin embargo, algunos analistas ven dificultades para que esto ocurra: Por ejemplo, que las estructuras macroeconómicas son demasiado diferentes y que el comercio intraregional no está solidamente desarrollado. Consideran estos puntos, pasos previos a efectuar convergencias monetarias.
Si analizamos el camino que atravesó Europa hasta llegar a una moneda única, podríamos obtener algunas conclusiones. Contar con una sola moneda en una región tiene grandes ventajas, pero en realidad tal unidad no es más que una etapa en un proyecto político de muy largo plazo, plagado también de dificultades.
El camino hacia el euro como moneda común se inició en 1985. La Comunidad Económica Europea creó previamente una amplia zona comercial, sin barreras internas, compuesta por 320 millones de personas.
En los años 60 el economista Robert Mundell analizó las condiciones necesarias para la construcción de un área monetaria óptima. Señalaba que los cambios en la demanda en cada uno de los países integrados podían compensarse sin necesidad de ajustes del tipo de cambio. Para que ello fuera posible, la respuesta de la ciencia económica se basó en la movilidad de los factores productivos entre los países del área.
En decir, y como pasó en Europa, la unificación monetaria es posterior a la consolidación de la integración comercial y la maduración de un período de movilidad de factores del capital y el trabajo.
Varias son las ventajas que se le reconocen a la unión monetaria: se reducen los costos de transacción de las monedas, al tiempo que desaparece la incertidumbre cambiaria, al menos, en la relación entre los países del área. Cuando estas circunstancias se cumplen, la inversión se fomenta. Además, una autoridad monetaria centralizada, única para una región, cuenta con más probabilidades de mantener su independencia que los bancos centrales de cada uno de los países miembros, y favorece la consolidación de un régimen monetario más estable.
Estos requisitos deben observarse con cautela, cuando los países en proceso de unificación, - si este se produjera en Latinoamérica -, tienen antecedentes poco confiables en cuanto a su apego a la estabilidad monetaria, salvo que la moneda común sea la de un país extrazona con alta reputación (como ahora ocurre).
Por supuesto, y como inconveniente, la divisa única implica para los países de la región la pérdida de la posibilidad de tener políticas monetaria y cambiaria independientes. Y eso ocurre en Latinoamérica de forma muy notoria. Por lo tanto, parecería impensable imaginar una moneda común sin un largo camino de acuerdos institucionales previos, con el fin de coordinar políticas macroeconómicas y comerciales, al igual que la administración y supervisión del sistema financiero.
En general, son las economías que mantienen un rumbo definido las que en mejor condición están de llevar adelante un proyecto de integración monetaria. De todas maneras, en un proceso integrador, perfeccionar una unidad monetaria es sólo una etapa dentro de un proyecto político de muy largo plazo.
En Europa, por ejemplo, el espíritu integrador aún con sus dificultades, se ha mantenido más allá de los vaivenes políticos. El desarrollo de la democracia en las naciones de la zona de la antigua Unión Soviética, al igual que la alternancia de diferentes partidos políticos en el poder en diversos Estados, ha demostrado que la libertad es el elemento que facilita la comprensión entre pueblos muy diferentes, y a menudo enfrentados. Estoy convencida que este hecho debe tenerse muy en cuenta dentro del Mercosur, si realmente quiere caminar con pasos firmes y decididos.
En la actualidad, con una profunda crisis de los mercados internacionales, y con una compleja situación del sistema financiero internacional, Latinoamérica debería aprovechar para profundizar las relaciones estructurales de la región. En realidad, los momentos de crisis, son también la oportunidad para grandes transformaciones.