
Mi tarea de dirección de un medio digital de gran penetración y audiencia como lo es Iruya.com me pone en contacto a diario con este tipo de mensajería vil, y no puedo evitar la tentación de referirme en estas líneas a la sensación "purificadora" que experimento cada vez que -en cumplimiento de la ley que me obliga a no reproducir las injurias y las calumnias- destruyo aquellos mensajes inmorales e impido, no ya que lleguen a terceros, sino que alcancen a intoxicarme a mí mismo.
No me considero por ello un héroe civil, claro está, pero a veces me pregunto el porqué de tanta firmeza y decisión así como por dónde se origina esa fuerza interior que conduce a una persona a resistir la (tan humana) tentación de penetrar en ciertas suciedades para conocer de cerca lo que las comadres llaman, con la misma dosis de acierto y vulgaridad, "puteríos".
Y creo encontrar la respuesta en el hecho de cuando era un niño pequeño (tendría cinco o seis años) me leía las primeras páginas de la vieja Guía Zonda (la guía telefónica de Salta) que contenían las reglas a que debían sujetarse las personas que entablaban una conversación por teléfono, entre las que se contaban, cómo no, la de no insultar ni emplear palabras malsonantes, respetando al interlocutor. Más tarde completé mi "formación" en este aspecto, leyendo los códigos internacionales que obligaban a los radioaficionados a utilizar sus aparatos y el espectro radiofónico con espíritu solidario y caballeresco.
Con estas convicciones tan sólidas como ingenuas, recibí y abracé al correo electrónico como forma de comunicarme con el prójimo. Más tarde hice lo mismo con los contenidos web y pude comprobar hasta qué punto la existencia de límites es lo que garantiza el recto ejercicio de la libertad de expresarse.
Lo que me lleva a preguntarme, no ya por mis motivaciones para ser y proceder de determinada manera, sino por los impulsos y necesidades de quienes se ven obligados a recurrir a armas tan poco valientes como la calumnia anónima.
Y así, muchas veces me he inclinado a pensar que hay personas que, por las razones que sean, disfrutan circulando por las tuberías que transportan los detritus de la sociedad y que alcanzan momentos de intenso placer hurgando en la materia en descomposición. Sólo una preocupante tendencia a la coprofagia social explica la vitalidad de este tipo de contenidos en las modernas comunicaciones electrónicas.
Me solidarizo con la ministra Giménez, al mismo tiempo que considero inútil e inconveniente que sus funcionarios utilicen los canales públicos de comunicación para defenderla de algo que se descalifica a sí mismo, por su evidente vileza y zafiedad.
Y emplazo a los medios de comunicación de mi Provincia para que, conscientes del daño que este tipo de ataques provocan, acuerden urgentemente un código autorregulatorio que nos obligue, a todos, a destruir sin reenviar ni replicar aquellos mensajes que, amparados en el anonimato o no, revelen el exclusivo ánimo injuriador de quien los emite.
Y advierto, que detrás de estas maniobras destructivas de la fama y el honor de las personas, se ocultan normalmente personas que escriben regularmente, con nombre y apellido, en algunos medios digitales que han hecho del rumor y de la calumnia sin fundamento la materia prima de sus crónicas y de sus interesados comentarios.
Y exijo a los jueces valientes y a los fiscales rigurosos que, sin dejarse intimidar por la complejidad de las nuevas tecnologías, investiguen a fondo la procedencia de este tipo de mensajería para identificar a sus autores y aplicarles la Ley.