
Pensé que semejante tragedia -la militar, no la literaria- no debía de quedar impune y esperé durante unos cuantos días a que algún fiscal argentino, aprovechando el auge de las doctrinas de la imprescriptibilidad de los llamados "delitos de lesa humanidad" y de su "perseguibilidad universal", citara a Herr Rippert -de 88 años- a una sórdida oficina de Comodoro Py para "indagarle" por su horrendo crimen de guerra.
Para el hipotético caso que el rubicundo piloto/lector falleciera durante el traslado, no estaría mal, en absoluto, seguir extendiendo las fronteras del derecho penal hasta lograr que la muerte de los imputados por esta clase de delitos no extinga la acción penal y que se les pueda condenar y machacar aún después de muertos, cualesquiera sean sus posibilidades de defensa.
Si alguna de estas medidas prosperara, no dudo por un minuto en que la Secretaría de Derechos Humanos de Salta se contaría entre sus más fervientes adeptos. Pocos meses de gestión han sido suficientes para demostrar hasta qué punto son más importantes los derechos humanos conculcados en la década de los setenta, o en cualquier década aun más pretérita, que los que fueron violados hoy mismo, se pisotearon ayer o el año pasado.
Pienso que es hora de que alguien explique por qué la humanidad de quienes vivieron su martirio en los setenta es "más importante" que la humanidad de los Pelusa Liendro, los Sergio Poma, los cientos de docentes apaleados sin compasión en cada protesta, los miles de aborígenes expoliados y desconocidos en su dignidad, de modo sistemático y permanente, que vivieron su calvario mucho más recientemente y ante nuestras propias narices.
Ninguna sociedad avanzada del mundo hace esfuerzos, como la nuestra, para evitar que las heridas del pasado sigan emponzoñando el presente y condicionando el futuro. Superar los odios que arraigan en el pasado es una tarea que sólo está al alcance de pueblos maduros, dotados de una gran visión y capaces de actos de generosidad con las generaciones futuras.
Para aquellos pueblos que carecen de madurez y de generosidad se ha inventado el sacro instituto de la imprescriptibilidad.
Uno de los fundamentos de la prescripción de los delitos y de las penas está constituido por la mayor legitimidad para castigar que ostenta la sociedad que ha recibido la ofensa.
Cuando han pasado cuarenta años de los hechos que se juzgan, esa sociedad ya no es la misma, ha cambiado y, por tanto, ya no ostenta la misma legitimidad para juzgar y castigar que sus antecesoras. Sobre todo -y esto hay que decirlo claramente- cuando la sociedad legítima, por alguna razón, decidió en su momento no castigar, pudiendo hacerlo.
Debe recordarse que si la imprescriptibilidad tiene algún fundamento moral, éste no es otro que la posibilidad de impedir que un régimen sanguinario, que se ha perpetuado a sí mismo en el poder, pueda esgrimir el mero "transcurso del tiempo" como circunstancia exculpante. Pero éste, por cierto, no es el caso de la Argentina, en donde la posibilidad de juzgar libremente y con garantías constitucionales existió desde 1983. Sólo en lugares realmente extraños, como Salta, el juez federal de la dictadura militar -conocido por su escaso apego a la ley y su afición por el amiguismo político y social- fue inmediatamente después juez federal de la democracia.
La prescripción existe también por la necesidad de "dar certeza" a los derechos y a las relaciones jurídicas, lo que significa que su misión en el ordenamiento es la de "eliminar las incertidumbres" y fortalecer la "seguridad jurídica".
La imprescriptibilidad, en los casos sobre los que reflexionamos, supone una mayor inseguridad jurídica y la ampliación hasta el infinito de la incertidumbre, lo que significa por lo menos dos cosas: que los límites de la sospecha son cada vez más amplios y difusos (todos son sospechosos) y que es probable que la "verdad jurídica" (que no la verdad histórica) no se alcance nunca por esta vía.
En Derecho Penal pocas veces se ha dudado de la mayor legitimidad de la reacción punitiva del Estado cuanto más cerca en el tiempo ésta se produce respecto del hecho punible. Es la sociedad que recibe la ofensa la que debe de reaccionar y castigar, conforme a sus leyes, a sus valores y a sus intereses, no la sociedad que le sucede en el tiempo. Y si es cierto, como dicen, que es la "sociedad universal" la ofendida por los llamados "crímenes de lesa humanidad", que sea toda la humanidad la que se pronuncie a través de sus instituciones específicas. Pero no la humanidad de los próximos cincuenta años sino la humanidad actual.
Por ejemplo, mal podría la Europa unida de hoy reabrir causas por crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, salvo casos excepcionalísimos. La Europa de hoy en día poco o nada tiene que ver con la de posguerra. La acelerada convergencia con Occidente de los países exsoviéticos -incluida la propia Rusia- impide, incluso, abrir expedientes sobre la Guerra Fría y sobre las atrocidades que se cometieron durante su vigencia.
A lo sumo, a Europa sólo le queda perseguir los crímenes de los líderes militares serbobosnios, cometidos en los 90 y las matanzas que promueven los terrorismos de cualquier signo, incluidos los crímenes de ETA y otras organizaciones criminales con cierta "solera" política.
Una generación -nada menos- se interpone entre los sucesos de 1976 en adelante y el presente. Los que agitan aquellos sucesos -sea que lo hagan con razón o sin ella- no vivieron conscientemente aquellos acontecimientos. Y quienes sí los vivieron, o bien han renunciado al activismo (aunque no a la justicia) o bien operan con descaro para convertir a la "ofensiva judicial" en lo que llaman "la lucha armada por otros medios".
En 1956 fue fusilado por la dictadura militar de entonces el general Juan José Valle, tras un levantamiento cuyo objetivo era la restauración del "orden peronista". Treinta años después, aquel crimen había ascendido a la categoría de símbolo de la resistencia peronista y su víctima convertida en un "ejemplo de lealtad". Puedo equivocarme -por supuesto- pero en los primeros años de nuestra democracia el peronismo más visible no se hallaba embarcado en una campaña ni judicial ni extrajudicial para revisar, de un modo o de otro, este oscuro episodio de la historia argentina.
A diferencia de lo que sucede hoy en día, durante los primeros años ochenta, los jóvenes que no conocieron a Valle, ni a sus verdugos, no hablaban de este tema como si los hubiesen conocido. Hoy se habla de Ragone y de Guil con una liviandad asombrosa, con tanta superficialidad que, al final, el lugar que cada uno de los personajes debe ocupar en la historia aparece manipulado hasta el extremo de la deformación total.
Algunos comienzan a darse cuenta que la descalificación del adversario político (vecinal, religioso o deportivo) basado en las tachas de "represor", "genocida", "torturador" o "servicio" tiene un límite temporal bastante preciso y que pasado ese límite a nadie se le podrá colgar esa etiqueta, o, mejor dicho, a nadie se le podrá dañar llamándole de ese modo. Un buen ejemplo del declive histórico del uso de determinadas etiquetas como descalificativo político y social lo da la actual inocuidad de los adjetivos "subversivo", "guerrillero", "terrorista" o "marxista", que coexistieron con aquellas que todavía se utilizan para "identificar al enemigo".
No hay una explicación única para esta nueva ola de "revalorización del pasado", pero una de las causas posibles es la mayor difusión de las Tecnologías de la Información que permite acceder a documentos históricos, archivos judiciales y hemerotecas con mayor facilidad. Pero una cosa es valerse de las tecnologías para reinterpretar el pasado en clave histórica y otra muy distinta es aprovechar las nuevas herramientas de la investigación histórica para azuzar viejos odios, promover causas que en cualquier otro contexto estarían muertas o montar un circo mediático alrededor de la actividad judicial.
Si alguien considera que toda esta mescolanza de información a la que algunos han bautizado, con innecesaria solemnidad, como "memoria", es realmente un factor de progreso, pues se podría empezar por reformar el Código Procesal Civil de Salta para ampliar los supuestos de procedencia del recurso de revisión contra las sentencias firmes, es decir, aquellas investidas de la autoridad de la cosa juzgada.
Lo que nos permitiría -apoyados en las 'tecnologías de la memoria'- volver alegremente sobre el "todo el pasado" (siempre es más justo que volver sobre "parte del pasado") y revisar aquel juicio de alimentos que perdimos, el despido de la tienda "La Mundial" o la quiebra fraudulenta de aquella empresa de construcción. Con sus correspondientes costas, claro está.
Por esta vía, después de 40 años se podrá, por fin, cobrar aquel penal por la "mano de Gallo", la famosa infracción del defensor de Vélez Sarsfield, que no fue sancionada y que costó a Ríver el título de campeón metropolitano de 1968.
Impartir justicia no equivale a disparar a todo lo que se mueve.
Una justicia exhaustiva y obsesiva, no es mejor justicia ni asegura que vivamos en una sociedad más justa o más libre. El respeto hacia las víctimas de violaciones de los Derechos Humanos, especialmente hacia los que han perdido la vida por defender unas ideas políticas, es la medida de las acciones. Y llegará el momento en que alguien acertará a comprender que la enorme mayoría de los que han muerto o desaparecido injustamente, cualquiera sea la idea política que hayan sustentado o la ropa que vistieran, de haber vivido hoy, hubieran elegido vivir el paz, en democracia y en libertad, y no en un "combate perpetuo" contra "el enemigo".