
Sin embargo, la esterilidad de resultados de algunas denuncias que cobraron notoriedad en los últimos tiempos genera preocupación. Una víctima ha señalado al Secretario de Seguridad como supuesto informante de la Policía Federal durante el Proceso; otro dirigente justicialista acusó al Intendente de Embarcación de aportar un vehículo para secuestros en la misma época y otros ciudadanos pidieron a la justicia federal que investigara una docena de sepulcros en los que creían que se encontraban cuerpos de personas desaparecidas.
El último de los cuestionamientos impuso un despliegue judicial extraordinario y terminó evidenciando que todavía se carece de archivos personales y datos precisos que permitan exhumar verdades y no solamente habiliten procesos para descartar elucubraciones. Los reproches dirigidos al alcalde norteño Alfredo Llaya se remontan al año 2.003, habiendo transcurrido más de cinco años sin que el Poder Judicial haya modificado el estado de sospecha inicial. El pedido para que se lo destituya de un cargo en el que fue reelecto por el voto popular lo contamina del elemento político que no debe perturbar una lucha legítima.
El caso Skaf exhibe otros ribetes entre los que sobresale la batalla intestina que se libra entre funcionarios y legisladores de un mismo gobierno por espacios de poder. Un macarthysmo ideológicamente inverso se ha apoderado de muchos y despiadadamente se lanzan descalificaciones y se adjudican pertenencias a grupos represivos. De no resultar veraces, ¿cuál es la posibilidad que tiene el reprochado de recomponer su imagen cuando se lo ha tirado a la hoguera ciudadana?
La inequidad de los roles que se asignan a los involucrados y la expansión geométrica de una imputación mediática de estas características impone obrar con prudencia. Mientras Cristina Cobos ha ubicado sin mayor contundencia a Skaf como un supuesto miembro de la Policía Federal al que habría visto en los ´70 por los claustros universitarios, al Secretario de Seguridad no le bastó con aducir que era un adolescente y residía en Buenos Aires para esa época, sino que tuvo que negar la pertenencia a las filas del aparato represivo que aniquiló 30.000 argentinos.
En la última semana nuevos informes han puesto al funcionario en contradicción con las declaraciones en las que inicialmente relativizó casi jocosamente los dichos de Cobos. Sin embargo no son suficientes para situarlo en la vereda de los asesinos ni tampoco para abrir una causa judicial, pues tampoco se lo ha involucrado directamente con alguna víctima. Permanezca o no en su cargo, cargará con una condena pública anticipada cual si se tratara de la adúltera Hester Prynne con la Letra Escarlata.
Así el estado de cosas, se ha tornado necesario debatir sobre los derroteros personales o grupales que transitan en la denuncia con fanatismo o por conveniencia y también respecto del riesgo que supone para la credibilidad de las acusaciones genuinas que se las exhiba al periodismo de manera prematura.
No puede negarse la complejidad que caracteriza a estos procesos para la obtención de pruebas luego de tres décadas, puesto que el plan genocida previó hasta los mínimos detalles para garantizar la impunidad de los sicarios. Tampoco puede relativizarse que es el tercer poder uno de los obstáculos que en pocos casos ha logrado hacer coincidir las sentencias con la verdad histórica.
No se puede tomar partido por una u otra versión cuando solamente se nos ofrecen para el análisis las versiones encontradas desnudas de contexto y prueba. En un estado de derecho es la justicia la que debe establecer cuál de los protagonistas -Cobos o Skaf- han hablado con verdad. Aunque nos provoque pesar o duda, la mora que caracteriza a los procesos judiciales en Argentina luce como un precio exiguo frente a la posibilidad de que los que se erigen como representantes de las víctimas del exterminio se equivoquen a la hora de señalar a sus verdugos. Cada error a la postre les resultaría invencible