
Este desembarco masivo del dinero en la política tiene su origen, según algunos, en el famoso fallo de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de América en el recordado caso Buckley contra Valeo, pronunciado en 1976, que estableció la discutible doctrina de que el gasto en las campañas y las donaciones a los candidatos políticos son formas de la libertad de expresión que protege la Constitución. Con o sin respaldo jurisprudencial, aquel masivo desembarco sólo ha producido beneficios para unos cuantos, que son los que defienden su pervivencia. Para el resto, una enorme mayoría de ciudadanos, sin embargo, esta interferencia del dinero en la libre competencia electoral resulta sumamente dañina para la libertad, el pluralismo, la política y la democracia.
Mientras los fundamentalistas de la democracia esgrimen a menudo su conocida regla de oro ("un hombre, un voto") para poner de relieve la intemporal vigencia del principio igualitario sobre el extremo activo del ejercicio del derecho al sufragio, los fundamentalistas de la república se encargan de recordarnos que, en el otro extremo (el del ejercio pasivo de aquel derecho), el mismo principio igualitario se traduce en que todos los ciudadanos, cualquiera sea nuestro origen, clase o fortuna, disfrutamos de idénticas oportunidades a la hora de ser elegidos para un cargo público.
Cuando, por cualquier motivo, empieza a ser más difícil ejercer el derecho de sufragio pasivo (ser elegido) que ejercer el derecho de sufragio activo (elegir), ni la democracia ni la república son ya técnica ni moralmente posibles.
Igualdad formal e igualdad sustancial
Entre nosotros es un secreto a voces el que, a pesar del igualitarismo formal que inspiran a nuestras normas electorales, la realidad exige un piso monetario cada vez más alto para ejercer el derecho a ser elegido. Este piso es, cuando menos en Salta, no sólo cada vez más alto, sino cada vez más irrazonable, más inmoral y más antidemocrático.
Pero a nadie se le mueve un pelo por ello. Entre otros motivos porque, mientras se celebren elecciones periódicas, nuestro sistema de gobierno seguirá disfrutando de la universal consideración de "democracia", y porque todavía es posible entre nosotros que partidos y candidaturas muy pequeñas concurran "libremente" en las elecciones, bajo una ficción de competencia real e igualitaria.
Casi todos los actores políticos son conscientes de que la igualdad formal y nominal es, desde luego, posible. Pero casi todos saben también que un partido o una candidatura que no cuente con el respaldo de millones de pesos, no tiene ninguna posibilidad de prosperar o de alcanzar sus objetivos. La igualdad efectiva y sustantiva en la competencia electoral, simplemente, no existe. Pero ello no significa que debamos renunciar a ella.
Partidos quebrados, candidatos millonarios
Si los partidos políticos de Salta fuesen patrimonialmente poderosos, el despliegue de grandes recursos económicos -sin dejar de ser inconveniente- podría llegar a ser tolerable en la medida en que fuese, al mismo tiempo, equitativo. Pero si valoramos que nuestros partidos son entidades en bancarrota casi absoluta y permanente, y que, pese a ello, a la hora de las elecciones, algunos son capaces de disponer de recursos en cuantía similar a los principales partidos políticos del mundo occidental, nos encontramos frente a una señal de que, en Salta, algo funciona mal en la relación entre la política y el dinero.
Si a la constatación de este grave desajuste le sumamos el hecho de que gran parte del dinero opaco que, en época de elecciones, circula por las arcas de los partidos políticos salteños, y por los bolsillos de candidatos, mandos medios y punteros de base, no proviene de las fortunas personales de los líderes políticos, sino que forma parte de masas de recursos públicos desviadas de sus cauces legales, y que, por lo general, se trata de cantidades cuyo destino original era la asistencia a las personas pobres y desfavorecidas (que son las que peor pueden controlar que esos recursos lleguen a sus auténticos destinatarios), el nivel de preocupación cívica debería alcanzar proporciones de auténtico escándalo.
Pero en Salta, como todos sabemos, las cosas son más tranquilas.
A veces, más democracia requiere menos "democracia"
Así como hemos convenido en seguir llamando "democracia" a nuestro sistema de gobierno, por el solo hecho de que celebramos periódicamente elecciones para determinar quiénes serán las autoridades, y no parece importarnos demasiado si en esa "democracia" no existen la justicia, la igualdad, las libertades públicas y se explota, degrada o humilla a los ciudadanos que pertenecen a las desafortunadas minorías, tampoco nos preocupa lo suficiente que sea el poder del dinero -y no la voluntad de los ciudadanos- el que organice y decida la forma en que vamos a expresarnos en las urnas y el resultados de nuestras "elecciones".
La realidad es que el resultado de unas elecciones viene determinado por la cantidad de recursos económicos que se han puesto en juego, más que por la voluntad legítima y transparente de los ciudadanos. Si la idea fundamental de la democracia es que sean los electores los que adopten determinadas decisiones colectivas, va siendo hora de pensar de que la regla "un hombre, un voto", ha sido ya largamente excepcionada por la realidad y destruida por la fuerza del dinero, que así como es capaz de comprar hombres y de comprar votos, también puede, cuando se lo propone, fabricar líderes, comprar consensos y construir mayorías a medida.
Esta grave deformación de la democracia no preocupa precisamente a los poderosos, que se benefician directamente de este estado de cosas. Pero tampoco preocupa a los más desfavorecidos, cuyos recursos legítimos son los que financian de verdad a la política. Y mientras menos preocupe a los más directamente perjudicados, el problema seguirá oculto como tantos otros que no afloran por falta de interés en plantearlos como auténticos problemas cívicos.
Mientras se produce el expolio de recursos, son los más ricos y poderosos los que establecen a voluntad la cuantía del "piso económico" para acceder a la política. A muchos les interesa que tal piso sea lo más elevado posible, porque ello supone dejar automáticamente fuera de la competencia a personas honradas que nunca se corromperían frente a la necesidad de "amasar fortunas" que demanda la política moderna. Se trata de un mecanismo muy simple pero muy perverso, que funciona, además, con una lógica aplastante y con la precisión de un reloj suizo.
Una actividad carísima que pagan los ciudadanos más pobres
Hacer política en Salta es hoy una empresa carísima, que no está al alcance de cualquiera. Existen estimaciones que nos indican que cada cita electoral en Salta supone retrasar en no menos de cinco años la posibilidad de que amplias franjas desfavorecidas de la población rompan el umbral de la pobreza y alcancen niveles de vida y bienestar razonables.
Por esta razón es que resulta necesario acometer una urgente reforma legal para rebajar sustancialmente el "precio" del acceso a la política y para fomentar una auténtica y real igualdad de oportunidades en la competencia electoral para todos los ciudadanos y para todas las agrupaciones políticas que estos decidan formar.
Muchos factores se conjugan para que las elecciones en Salta constituyan un ejercicio democrático carísimo. Entre ellos, la inusual permisividad de la legislación hacia las campañas electorales largas, la permisividad de las campañas encubiertas que realizan generalmente los partidos que gobiernan, la falta casi absoluta de controles sobre los recursos económicos que utilizan los partidos políticos para financiar sus campañas, la avidez oportunista y la falta de escrúpulos de ciertos medios de comunicación masivos y de ciertos pulpos mediáticos, que favorecen la circulación de dinero negro, opaco a los controles, así como la creación de redes mafiosas y la difusión de prácticas corruptas; la peculiar geografía provincial, y la moda, cada vez más difundida, de utilizar el transporte aéreo para que los candidatos puedan visitar la mayor cantidad de localidades posibles en un solo día.
A estos factores, ya de por sí capaces de liquidar cualquier igualdad competitiva en unas elecciones, se añade, por lo general, la participación distorsiva de la fuerza política que controla los recursos del Estado. Entre nosotros, el que gobierna y compite en unas elecciones, disfruta injustamente de un plus de privilegios, recursos y de oportunidades que nadie se anima a cuestionar más que a través de pataletas ocasionales. Al contrario, la creencia generalizada es que la única forma de ganarle las elecciones al partido que gobierna consiste en poseer una "fortuna descomunal" que pudiera llegar a neutralizar el despliegue de medios y de recursos de que dispone el gobierno, a través del uso partidario -y, por tanto, ilegítimo- de los bienes y activos del Estado. Esta idea a menudo no va más allá de querer reemplazar la corrupción pública vigente por una corrupción privada que aspira a convertirse en pública.
Son necesarias medidas legales urgentes que ayuden a aislar al derecho de sufragio (activo y pasivo) de la influencia de las fuerzas del mercado. Porque los poderosos políticos (que lo son también económicos) se valen de una interpretación rigurosamente marxista de la realidad económica: así como quien no controla los medios de producción se ve obligado a alquilar su fuerza de trabajo al que los controla, quien posee en suficiente cantidad los medios de "producción política" obliga a los ciudadanos normales y a las pequeñas fuerzas a alquilar sus derechos políticos. De allí que los propietarios de grandes fortunas tengan muchas más posibilidades de "construir mayorías" que las fuerzas políticas marginales.
Si el poder del dinero continúa amenazando la existencia de la política, entendida como último refugio de la libertad de las personas, llegará un momento en que los ciudadanos deberemos elegir entre la política libre y la necesidad de ciertas exteriorizaciones de la democracia, como las elecciones.
El dinero impone un voto calificado de hecho
El poder del dinero y su aplicación al juego electoral-democrático vuelve a colocar en el centro del debate a la agitada cuestión del voto calificado. Quienes hace ocho décadas atrás alertaban del peligro que suponía la vigencia del sufragio universal, porque concedía idénticos derechos electorales a las personas analfabetas y a las personas instruidas, y propugnaba que el voto de estas últimas tuviera mayor peso en las urnas que el voto de las primeras, están consiguiendo ahora que la capacidad de elegir y ser electos de los ciudadanos se mida, no por sus conocimientos, sino por su fortuna.
El poder del dinero está consagrando, de hecho, la vigencia de un voto calificado que perjudica sensiblemente a los políticos y agrupaciones políticas que no disponen de recursos económicos.
Se puede intentar un centenar de soluciones legales para evitar que este fenómeno termine fagocitándose a la democracia. Estas soluciones van desde la creación de los muy necesarios observatorios permanentes del financiamiento político, de tribunales independientes de defensa de la competencia electoral, el establecimiento de máximos en la duración de las campañas electorales y en las cantidades que los partidos pueden gastar, la sanción de una rigurosa ley regulatoria de la publicidad política y otros instrumentos normativos de similar calado.
Pero lo único que verdaderamente acabará con la imposición de este voto calificado encubierto será el establecimiento, por parte de la autoridad electoral, de un índice objetivo de cumplimiento de las normas de competencia electoral y el establecimiento de sanciones, no pecuniarias sino en votos contantes y sonantes, a quienes las transgredan. No hay que tener miedo de pensar en ello, porque el fundamentalismo democrático electoral nunca puede estar por encima de la libertad política de los ciudadanos.
Interrumpir el circuito entre el poder del dinero y las elecciones es un imperativo democrático y político de primera magnitud. Si queremos que la democracia siga existiendo y que la política sea nuestra forma pacífica de resolver los conflictos, debemos dar los pasos necesarios para rodear a la competencia político-electoral de las mayores garantías de transparencia y equidad. De lo contrario, nos exponemos no sólo a una tiranía del dinero sino a que las soluciones para restaurar la vigencia de aquellas garantías vengan de la mano de la violencia y no de la política.
El problema, como siempre, será saber cuándo llegará ese momento en que los ciudadanos dejarán de tolerar y aplaudir la tiranía del dinero sobre la política y los derechos políticos y decidan cambiar de métodos. Porque, si como algunos intuimos, ese fatídico momento está más cerca de lo que muchos imaginan, cuando la violencia haga acto de presencia, la solución ya no será tan simple como "la bolsa o la vida".