Cuando la política se aleja de la realidad, a los problemas los resuelve la magia

Hubo un tiempo de juventud en el que, por razones que no vienen al caso recordar, se me mezclaban arbitrariamente los significados de algunos muy sonoros tetrasílabos y pentasílabos. Me sentía intimidado por la imponencia de palabras como "rabdomancia" o "cleptomanía", vocablos a los que -vaya uno a saber por qué- consideraba sinónimos, al englobar a ambos en el común denominador del choreo. RabdomanciaLas cosas empezaron a aclararse, un poco, cuando antes de cumplir los veinte años conocí a un señor que ejercía el oficio de pocero, es decir, que cavaba pozos negros a domicilio, pero que también se encargaba de ir, casa por casa, para limpiarlos de las inmundicias cada cierto tiempo. El hombre prefería, sin embargo, ser llamado "perforador", entre otros motivos, porque su orgullo se negaba en redondo a admitir que se le pudiera etiquetar con el castizo nombre de "pocero" y, menos aún, que los salteños se atrevieran a llamarlo con el más deleznable de los regionalismos existente: el de "aquero".

Hasta tal punto llegaba la identificación del hombre con su oficio, que su mujer -que no lo ejercía- era conocida por todo el mundo como "la perforadora".

Con el tiempo, aquel trabajador dejó de utilizar equívocos nombres para llamar a su profesión y dio un salto de calidad, cuando incorporó nuevos servicios a su oferta y optó por hacerse llamar "rabdomante".

El trabajo era casi el mismo, pero no el nombre. Sucedió entonces lo mismo que sucede ahora con los "cadetes", que ya no se llaman de esa forma tan desfavorecedora sino que son ahora "gestores de distribución"; con los barrenderos, que son "técnicos de higiene urbana"; con las amas de casa, que son "gestoras del hogar" o con los plomeros, que ahora son "técnicos de saneamiento doméstico".

De esta forma fue que me enteré de que el rabdomante es un señor con una especial sensibilidad para captar ciertas radiaciones que alertan sobre la presencia de manantiales subterráneos. Tengo que admitir que, a la hora de comprender mejor esta idea, ayudó poco el hecho de saber que el pocero que había evolucionado en rabdomante, entre varilla y varilla, había desfalcado a un humilde club de fútbol de Cerrillos, dejándolo en la ruina más absoluta, y, más tarde, que su mujer, la perforadora, se había apropiado de un número indeterminado de "Cajas Pan", en uno de los primeros actos de corrupción de la naciente democracia argentina.

Al final, la rabdomancia y la cleptomanía volvieron a juntarse, por supuesto que de forma casual y probablemente irrepetible, pero lo hicieron para aliviarme de esa ridícula y ambigua mochila conceptual que venía cargando desde la infancia.

Política, rabdomancia y cleptomanía


Durante el último cuarto de siglo, la política de Salta se ha convertido en una actividad muy parecida a la del pocero. No sólo por la abundancia de desechos humanos; no tanto por la necesidad de proceder a su limpieza; no a causa del impulso morboso de algunos hacia el hurto, sino por la transmutación de la mayoría de los políticos en rabdomantes.

El talento para la política, que en otras décadas consistía en la posesión de determinadas capacidades intelectuales, como las de interpretar científicamente el sentido y la dirección de la historia, desentrañar racionalmente la complejidad del mundo circundante, advertir anticipadamente las relaciones de poder entre los diferentes territorios, instituciones y personas, detectar rápidamente las necesidades sociales, o inventar las instituciones públicas más adecuadas para proteger las libertades ciudadanas, ha sido sustituido por un conjunto de habilidades menores, como la de detectar instintivamente la localización de "yacimientos" de negocios y oportunidades personales de lucro, y la facultad de descubrir con facilidad en qué lugar se ocultan los votos necesarios para cubrir el enriquecimiento personal con una pátina de legitimidad, que permita que los electores aplaudan con fervor las conquistas patrimoniales de los elegidos, y que éstos destinen un diezmo de lo apropiado a los anteriores.

Porque si hay algo que distingue con la mayor nitidez al sistema político salteño de otros, es que los votantes, cuando se enteran del enriquecimiento de determinados políticos, cuando comprueban que han utilizado los cargos públicos para su beneficio personal y familiar o que se han apropiado directamente del dinero del contribuyente, cuando menos dudas tienen acerca de que incurren en abuso de poder, en lugar de indignarse, deciden recompensarlos y votarlos de forma masiva.

Esta relación positiva entre corrupción y éxito electoral fue inaugurada en agosto de 1983 por esa descollante figura histórica que fue el primer gobernador de la democracia salteña.

Veinticinco años después, salvo algunas excepciones tan honrosas como insignificantes, el ejercicio de la política en Salta no requiere de otra titulación que la de "zahorí matriculado", a la que se accede tras cursar una breve e imaginaria carrera que consta de una sola materia: la de "Tremenda Intuición".

Imagino la expresión de desazón de aquellas madres que han invertido tiempo y dinero para que sus hijos se formen "integralmente" en los colegios más religiosos de Salta, en donde se afirma que se educan los futuros "líderes sociales"; y la decepción de aquellos padres que confiaron en dar a la patria no sólo buenos profesionales sino hombres rectos, cuando aquel hijo decide archivar el bisturí, el escalímetro o su ejemplar del Código Civil, para tomar la varilla egoísta del rabdomante, o el péndulo radiestésico, e ir con ellos escudriñando el panorama político a la espera de las vibraciones que indiquen que se está a pocos pasos de un tesoro escondido. Alguien debería darse cuenta, a estas alturas, que tanta formación "integral", tanto liderazgo piadoso, tanto "humanismo moderno", tanta invocación al bien común y a la caridad cristiana, están recibiendo muy sonoras bofetadas a manos de personajes malvados y egoístas, que tal vez hubiesen sido más solidarios y útiles a su prójimo si se hubieran educado en la escuela "La Pólvora" y no en colegios con tanto copete.

En Salta, es la varilla del rabdomante -y no las herramientas del científico social- la que decide el sentido y la orientación de determinadas políticas. Si el líder dice "hay que tirar por aquí" o "hay que cortar por allá", los subordinados se fiarán más de la intuición del "conductor" que de los estudios de los especialistas. Y manda más quien más grande tiene su varilla; no quien más acierta en la captación de vibraciones.

El político salteño, por tanto, no está pendiente de la realidad sino de una falsa representación de la misma, que no viene prefigurada por una cosmovisión o ideología determinada, sino por una mescolanza de instintos, una especie de caldo formado por los sudores de un millar de rabdomantes tan frenéticos como él, que creen encontrar en las vibraciones de su varilla las directrices más consistentes tanto para resolver sus problemas personales como los del conjunto social. El orden de prioridad entre ambos no admite discusión ninguna.

El político salteño no decide sobre datos concretos, generalmente porque éstos datos no existen; pero cuando se elaboran y existen materialmente, o no son fiables o son objeto de eternas discusiones capaces de anular totalmente su efectividad y poner en entredicho hasta su propia existencia. Al contrario, nuestro político opera sobre "sensaciones térmicas" y, cuando llega el momento es capaz, de decir "estoy casi seguro de que fulano de tal padeció de la gripe A", sin reparar en que los ciudadanos más próximos, el país entero y la Organización Mundial de la Salud, entre otros, esperan del él -más que apreciaciones personales- un dato cierto, concreto y contrastable. En este caso, esperan un análisis clínico que sustituya las vibraciones de "su varilla".

Lo más preocupante, no obstante, es que si los análisis contradijeran las conclusiones de la varilla, alguien se encargaría de decir que las sustancias que se utilizaron para polimerizar el ADN en la prueba PCR estaban "vencidas".

Vivimos en una sociedad en donde son mayoría los políticos vocacionales y en la que los "profesionales" no son mejores que a los anteriores. En Salta lo que falta es valentía para reconocer la intrínseca perversidad de las acciones del corrupto, cuando éste nos ha beneficiado personalmente. La misma valentía que faltó en los llamados "juicios de la verdad" en donde algunos ciudadanos probos debieron abstenerse de testificar contra algunos monstruos que, al mismo tiempo que enviaban a la muerte a unos, salvaban la vida de otros, entre ellos, de algunos potenciales testigos. Tendemos a pensar que así como el asesino que nos ha salvado la vida es inocente de todos los demás crímenes que se le achacan, el corrupto que nos ha beneficiado es el más honrado de los políticos conocidos. Lamentablemente, así funcionan ciertas cosas entre nosotros.

Lo que me temo es que en la feliz hipótesis de que alguien decida que ha llegado el momento de acometer la impostergable y necesaria reforma política, la sociedad salteña deberá enfrentarse al hecho, casi fatal, de que serán estos clepto-rabdomantes pseudohumanistas que bien conocemos, los que dirán, con arreglo a los códigos de la magia (o de la mafia), cuáles serán las instituciones que nos regirán en el futuro y de qué modo funcionarán los nuevos mecanismos de la convivencia.

Ningún diálogo, ninguna reforma podrán sacar a Salta y a la Argentina del lugar en que se encuentran mientras que los políticos sigan aferrados a su varilla o a su péndulo, a la espera de que éstos capten las vibraciones. Para dejar todo como está, aun después de reformar y de dialogar todo lo que hiciera falta, no hay nada mejor que un electorado infantilizado, ancianizado o imbecilizado que siga aplaudiendo los actos de corrupción como si éstos constituyesen la normalidad de la vida pública, y que siga pidiendo a gritos que se le mienta, mientras anuncia que se creerá las mentiras.