
Cetros, coronas, bastones, uniformes entorchados, tronos, sillas, carruajes, yates, inodoros (es célebre el que usaba Felipe II), charreteras, tiaras sirven, y han servido desde siempre, para individualizar a los señores del poder terrenal y del poder celestial. También a los jerarcas del poder satánico, como es el caso de la cruz invertida o de la cabeza de cabra; con el añadido de que su salaz ubicuidad lo hace residir en el "1514" (en donde reinó doña María), en Acevedo y Fernández (aquel hotel por horas que legó a la ciudad uno de sus grandes modernizadores) o en tantas casas de los placeres prohibidos.
Dentro de la esfera de lo terrenal, es notorio que cada régimen ha desarrollado, partiendo de una idea acerca del poder, de su origen y de sus límites (o de la ausencia de ellos), adminículos, estilos, accesorios, conjuros y ceremonias que exteriorizan el Poder haciéndolo visible y, si acaso, temible.
Puede decirse que ciertos signos externos del Poder (me refiero a los signos fuertes) funcionan como señas de identidad del régimen. Otros signos, más débiles, sirven para marcar diferencias de estilos personales o generacionales dentro de un mismo régimen.
A punto tal que cualquier persona medianamente culta, con sólo estudiar o asistir a una ceremonia política oficial o semioficial (un cóctel o una inauguración de una muestra de arte, por ejemplo), podría identificar la naturaleza íntima, real, del Poder convocante.
Identificar, por ejemplo, si se trata de una república moderna o bananera, de una monarquía democrática o absolutista, de un sultanato o de un califato, de una tribu africana o del incanato, de un régimen laico o de uno confesional. Podría, también, cómo no, distinguir las virtudes y los vicios con los que un concreto detentador del poder, en función de su estilo personal, singulariza al régimen.
La historia, convalidando esta estrecha relación entre el Poder, sus atributos y sus símbolos, exhibe casos extremos de identificación entre un Régimen y sus manifestaciones exteriores, de entre las que sobresalen los edificios en donde se asienta el Poder o aquellos que lo expresan en sus aspectos más notorios por chocantes o magníficos.
La Bastilla, el Palacio de Invierno, El Escorial, la Ciudad Púrpura Prohibida, o Palermo de San Benito, son algunas de las innumerables sedes que, bien que de manera distinta en cada uno de los casos, se constituyeron en símbolos fuertes del Poder. Algunas concentraron largas devociones; otras, odios larvados que estallaron de modo fulminante.
Una antigua ley histórica (dictada por la sabiduría y la prudencia) enseña que, cuando se produce un cambio de régimen, las fuerzas renovadoras y los nuevos liderazgos optan invariablemente por reemplazar a la simbología (en este caso, a las sedes del poder) del antiguo régimen, por una nueva, diferente, distinta o incluso contrastante.
Sea por razones de imagen pública, de cábala o superchería, los cambios de régimen inauguran nuevas sedes del Poder.
Así sucedió, por poner un ejemplo suficientemente expresivo, cuando a la muerte del Generalísimo Francisco Franco le sucedió don Juan Carlos de Borbón quién, nada más llegar al trono, mudó la sede de la Jefatura del Estado español del Palacio de El Pardo al de la Zarzuela. Adviértase que el flamante Rey tomó la decisión bastante antes de que en España quedara instalada una monarquía constitucional y democrática; esto es, cuando muchos pensaban que la monarquía marcaría la continuidad con el régimen autoritario que presumía de haberlo dejado todo atado y bien atado.
En Salta, Las Costas, y no el Grand Bourg, es la sede del Poder que identificó por largo tiempo y aún identifica al Régimen que durante 12 años presidió el Gobernador saliente.
Las Costas fue la sede que se correspondía con el estilo mayestático, distante, presuntuoso y seudo rococó del Régimen que la mayoría de los salteños decidió tumbar.
Según gente que presume de informada, en Las Costas residen cocineros particulares afrancesados, sofisticados peluqueros exclusivos, jóvenes camareros uniformados, alfombras rojas, sillones de mal gusto, asesoras de buen gusto devotas de Carreño, decoradores decadentes, arquitectos oficiales y permanentes, doncellas y amas de llaves, secretarios privados con rango de Ministro, e incluso espíritus prisioneros en mulas de andar nocturno (mulánimas) y almas en pena encadenadas tras una célebre batalla ocurrida, en el siglo XIX, en los alrededores de la finca. Por no hablar de otras leyendas mas cercanas en el tiempo.
Como lo saben los observadores finos y enterados, Salta tiene (gracias a uno de los dos Juristas iluminados que alumbraron la última mitad del siglo XX y a quién don Hernán prestó oídos) demasiadas residencias oficiales; cada una arrastra su historia y su simbolismo; y ninguna encaja con las necesidades de cambio (formal y sustantivo) que experimenta la sociedad salteña.
El flamante Gobernador, don Juan Manuel Urtubey, sembró esperanzas cuando dijo que no utilizaría Las Costas como residencia oficial, pues pensaba vivir en su casa familiar. Y acaba de sembrar desazón al decir, si la prensa no malinterpretó sus palabras, que había abierto un período de consultas para decidir si se trasladaría o no a Las Costas.
Salta precisa, y así lo entendió la mayoría, un gobernante austero, republicano, próximo. Un Gobernador que se parezca al ciudadano Urtubey en campaña electoral. Que use corbata y vista de etiqueta cuando el protocolo lo haga indispensable. Pero que no por ello abandone la sencillez y la cercanía.
Y si algún día agitado don Juan Manuel (que tiene nombre de Infante, pero la edad justa para renovar Salta y su política) tiene que quedarse hasta las tantas, lo aconsejable es que habilite una habitación con baño privado en el Grand Bourg. Y punto.