
Esta actitud no es nueva. Cada vez que la sociedad argentina amenaza con una crisis de gobernabilidad, emerge la sombra de los famosos Pactos de la Moncloa, unos acuerdos políticos que en España ocurrieron una sola vez, pero que en la Argentina se vienen intentando, sin éxito alguno, dos veces cada cuatro años, aunque nadie muy bien sepa qué contenido tuvieron aquellos pactos españoles y se suponga la intervención en ellos de técnicos argentinos que nada tuvieron que ver en su formulación.
La primera diferencia entre ambos procesos democráticos, el argentino y el español, deriva pues de la imposibilidad de que en la Argentina se reproduzcan los Pactos de la Moncloa. Una circunstancia histórica como ésta se antoja imposible, no sólo porque "Moncloa sólo hay una" (no es posible mover ni el Palacio de la Moncloa, ni el Faro, ni el intercambiador, ni el Arco de la Victoria, ni la estación del Metro) sino porque no hay en la Argentina fuerzas políticas o sociales con dirigentes de la talla de los que hicieron posible en España la transición hacia la democracia en paz y en libertad.
Una segunda diferencia viene dada por la vigencia ininterrumpida de la Constitución de 1978 en España. Treinta años que supusieron la más grande transformación económica y social vivida por este país en toda su larga historia como Estado independiente. Treinta años de afirmación de unos valores democráticos entre los que destaca la enorme popularidad y apoyo de que goza aquí la institución de la monarquía parlamentaria. En la Argentina, en cambio, el proceso inaugurado el 10 de diciembre de 1983 fue interrumpido abruptamente por el golpe de Estado que destituyó a Fernando de la Rúa a finales de 2001, y que desdibujó -a mi juicio, completamente- la figura del ex presidente Raúl Alfonsín.
Desafortunadamente, el ex presidente fundador de la más larga experiencia democrática argentina no fue ajeno del todo a la operación política que llevó al país a ser gobernado por una especie de "junta de comandantes" conformada por los gobernadores de las provincias con mayor peso parlamentario y que dio como resultado la designación como presidente de Eduardo Duhalde. Un presidente a quien ningún ciudadano argentino votó para que ocupara ese cargo, pero que sin embargo gobernó durante más de un año, es decir, casi el mismo tiempo que duró en la Casa Rosada el general Galtieri, otro recordado presidente de facto.
La tercera y última diferencia que señalaré aquí estriba en las profundas diferencias entre las dimensiones históricas del presidente español Adolfo Suárez y del argentino Raúl Alfonsín.
Mientras el primero fue capaz de "cerrar" exitosamente la transición española, alcanzando hitos históricos como la legalización en 1977 del Partido Comunista español o la entrega del poder al triunfante Partido Socialista Obrero Español en 1982, el segundo debió ver interrumpido su sueño de consolidar la transición democrática abandonando el poder casi cinco meses antes de que caducara el periodo institucional para el que había sido elegido. El presidente radical transfirió apresuradamente el mando a su sucesor, Carlos Menem, agobiado por una inflación de cifras apocalípticas y jaqueado por los recurrentes alzamientos de militares descontentos.
La imagen que remata los diferentes talantes de uno y de otro son las del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 en España y las de la Semana Santa de 1987 en la Argentina. Y es la de un Suárez valiente y decidido que permaneció sentado en su escaño, sin esconderse, pese a los balazos de los guardias civiles de Tejero; y es la de Alfonsín lanzando en la Plaza de Mayo aquella mentira piadosa de que "la casa está en orden", cuando su gobierno, en realidad, empezaba a ceder importantes espacios al corporativismo sindical-militar que él mismo había denunciado en 1983.
En otro artículo comentaré, tal vez, las profundas diferencias entre los textos constitucionales que acompañaron los procesos políticos en ambos países. Baste sólo pensar en la enorme diferencia entre el talento jurídico y filosófico de Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la constitución española de 1978, y el de quienes aportaron su genio a la paupérrima reforma de la Constitución argentina en 1994.
Las democracias, argentina y española, no obstante la coincidencia de las efemérides, siguen su propio camino, como no podría ser de otro modo. Ambas persiguen sus objetivos con herramientas muy diferentes y sus resultados no sólo se miden por los diferenciales en el PIB sino, más bien, por la satisfacción democrática que experimenta cada uno de sus ciudadanos y que, al contrario de lo que opinan algunos, es muy difícil de medir.
Sería muy fácil concluir abogando porque la democracia argentina imitara algunos comportamientos de la española, pero este deseo oculta, a mi juicio, una visión demasiado idealizada de la democracia española como modelo de exportación. Lo realmente importante es que ambos sistemas políticos -más allá de sus analogías y diferencias- sean capaces de crear para sus ciudadanos mayores y mejores espacios de libertad, en donde un número cada vez mayor de personas puedan ejercer su derecho a vivir dignamente.