
Con tantos pergaminos, no es posible entender por qué el liberalismo ocupa hoy en la Argentina "el lugar del demonio", hasta el punto de llegar a identificarse al liberalismo con su antítesis política: la dictadura.
En efecto, el "pensamiento oficial" apunta a criminalizar todo aquello relacionado con la última dictadura militar, pero también todo aquello vinculado con las políticas públicas de los años noventa, etiquetadas, muy superficialmente por cierto, como neoliberales.
Todo esto -aparte de no ser normal- no arraiga en una confusión teórica (porque si algo está muy claro en la Argentina, y desde hace tiempo, son las categorías políticas), sino en una interesada manipulación de los acontecimientos históricos que consiste en atribuir, en exclusiva, a cada etapa política de la Argentina un sesgo ideológico determinado.
Para estos simplificadores, la etapa del presidente Alfonsín, por ejemplo, fue un periodo "socialdemócrata" influido por el pensamiento de izquierda. Los conservadores de entonces llegaron al extremo de intentar menoscabar la figura del entonces presidente colgándole el rótulo de "intelectual gramsciano". Pero ya pocos son capaces de recordar que Alfonsín llegó al poder recitando en sus mítines electorales el Preámbulo de la Constitución Argentina, algo así como un "Padre Nuestro" del liberalismo del siglo XIX.
El periodo de Alfonsín trajo consigo la recuperación de las libertades cívicas ferozmente suprimidas durante la dictadura militar, pero, aun así, el rótulo de liberal se aplica, no a Alfonsín, sino a los militares que le precedieron, tal vez por el solo hecho de haber llevado adelante una política económica descaradamente conservadora y sin ningún tinte social.
Siguiendo con el ejemplo de Alfonsín, hay que recordar que su gobierno luchó -bien es cierto que a espasmos- contra el modelo sindical centralista y único impuesto por el peronismo, es decir, bregó por la libertad sindical, pero mantuvo una política económica ortodoxa que poco o nada tiene que ver con la socialdemocracia con que usualmente se identifica a su periodo de gobierno.
Por el contrario, el gobierno de Menem es todavía considerado como un "negro" periodo neoliberal, cuando la realidad indica que los niveles de gasto social, durante una buena parte de aquel largo mandato, estuvieron a la altura de ciertos países europeos. Correlativamente, la intervención del Estado fue particularmente intensa en muchas áreas de la economía.
Muchos atribuyen un marcado carácter neoliberal a las políticas de Menem sólo por el hecho de las privatizaciones, olvidando que no pocos gobiernos socialdemócratas europeos, antes y después, acometieron grandes reformas al aparato del Estado desembarazándose de empresas públicas ineficientes o mal gestionadas.
El de Menem no fue, ni mucho menos, un gobierno antisindical ni anti-Estado del Bienestar como dictan los cánones del neoliberalismo. Al contrario, Menem intentó asegurar la libertad sindical en la Argentina, pero muchas de sus decisiones en esta materia, especialmente durante el periodo 1997-1999, contribuyeron a blindar el modelo sindical unitario de matriz peronista que tanto peso negativo tiene aún sobre la economía del país.
Prueba de que el neoliberalismo de Menem fue más un mito que una realidad es el hecho de que el eje de su política económica, el sistema de convertibilidad del peso argentino (en tanto supuso una ingente intervención estatal por vía legislativa y de controles administrativos), estuvo siempre en los antípodas del ideario neoliberal.
Menem tampoco tuvo que luchar contra una excesiva influencia sindical (al contrario, la alentó casi sin límites) ni contra los excesivos costes de un Estado del Bienestar que en la Argentina jamás llegó a desplegar una intensidad protectora semejante a la de los países europeos.
Otro error frecuente es atribuir al exgobernador de Salta Juan Carlos Romero una adscripción liberal cuando sus políticas, puestas de manifiesto durante doce largos años de gobierno, lo dibujan más bien como un líder conservador con un claro sesgo oligárquico, desconfiado de la libertad y propenso a crear a su alrededor formas de dominación más cercanas a los regímenes autoritarios de Medio Oriente que a los estados democráticos occidentales.
Se equivocan quienes piensan que la execración del liberalismo proviene del pensamiento de izquierda, del socialismo, para entendernos. A pesar de ciertos desvíos históricos, la relación entre la izquierda y la libertad es una relación positiva. O por lo menos se trata de conceptos compatibles y no antagónicos, como lo demuestra la monumental obra de Norberto Bobbio, entre otros.
Los ataques al liberalismo provienen, como no puede ser de otro modo, de quienes, desde siempre, han desconfiado de la libertad y están dispuestos a condenar a cualquiera que ose proclamarse libre. Hablo de los conservadores argentinos, una minoría recelosa del peronismo (gorila, en definitiva) como de cualquier otra forma de expresión política popular, pero especialmente enemiga de participación política libre e igualitaria de todos los sectores sociales. Y hablo también, cómo no, de los reaccionarios tanto de izquierda como de derecha, que no son -para diferenciarlos de los conservadores- aquellos que propugnan la conservación de estructuras sociales y políticas en declive, sino los que postulan la reimplantación de pensamientos y estructuras políticas ya superadas por la historia.
Hablo, en concreto, del señor y la señora Kirchner, que piensan que han sido convocados por el Altísimo para la excelsa misión de restaurar "la patria socialista", brutalmente interrumpida por aquel histórico exabrupto del presidente Perón cuando mandó callar en la Plaza de Mayo a "esos imbéciles que gritan".
Hoy descubrimos que aquella "juventud idealista" tenía para la Argentina planes muy concretos, cuadros muy preparados para llevarlos a cabo y deseos poco controlables de ejercer el poder. Quienes sostienen que un plan tan bello no tiene tiempo ni edad y que en el fondo da igual que hayan pasado 35 años desde el primer intento de acceder al poder, no son idealistas, ni progresistas ni de izquierdas: Sólo merecen ser calificados técnicamente de reaccionarios.
El reaccionario también teme a la libertad y la combate en todos los frentes, pero a diferencia de los conservadores, que no se animan, por un cúmulo de razones, a salirse del sistema, aquel no vacila a la hora de "traer del pasado" todas las herramientas que en su momento sirvieron a sus propósitos. Y ésto es, lamentablemente, lo que se está viendo por estos días en la Argentina.
Que la soberanía popular, aunque sea por muy escaso margen, haya desechado la posibilidad de instaurar un impuesto inequitativo, regresivo y confiscatorio, como las retenciones móviles, significa que el país ha dado un paso en dirección hacia la libertad y que, por lo tanto, el tan denostado liberalismo todavía disfruta entre nosotros de un apreciable caudal de adherentes, a pesar de la propaganda oficial, de las confusiones interesadas y de los indemostrables parentescos con la dictadura militar.