Radiografía de una oligarquía

Es importante que entendamos los argentinos que la democracia no es un valor en sí mismo al que debamos adherirnos dogmáticamente sin analizar sus consecuencias prácticas. La democracia vale por lo que es capaz de generar en la población a la cual rige, y no porque exista algún principio abstracto ineludible que no nos permita pensar en otra cosa. Domingo Faustino SarmientoEn la Argentina no hemos tenido una cultura favorable a la democracia. Desde los tiempos de los indígenas, que se juntaban en bandas para saquear el territorio sin producir bajo el mando ineludible de un guerrero o sabio, hasta los tiempos de la colonia, en que un Rey alejado totalmente de nuestro territorio era capaz de decidir sin limitación alguna sobre la vida y la riqueza de cada uno de los que vivían en estas tierras, la concepción que se fomentó del ser humano fue netamente jerárquica, en el sentido de que su rol en el mundo era obedecer y permanecer en el lugar de la sociedad que el destino le había asignado.

Esta idea del ser humano fue favorecida también desde el ámbito religioso, enseñándose la infalibilidad del papa, la obediencia absoluta a la interpretación oficial de los textos bíblicos y al sacerdote, así como la rutina litúrgica formal y la ausencia de participación y responsabilidad de los fieles en la administración y organización de la Iglesia, a diferencia de la tradición religiosa anglosajona, derivada básicamente de las enseñanzas de John Wycliffe y Juan Calvino, más proclive a la democracia interna, le espiritualidad práctica y la responsabilidad individual.

Esto pretendió ser cambiado por nuestros padres fundadores, quienes entendieron que la independencia no había sido concebida por nuestros libertadores como un fin en sí mismo, sino como una herramienta al servicio de la patria. Por lo tanto, si habíamos dejado de ser esclavos del Rey de España para pasar a ser esclavos de Rosas, no había habido progreso en absoluto.

Este conocimiento acerca de la distancia abismal existente entre el sistema político que ellos pretendían darle a nuestra gente y la predisposición cultural de nuestra sociedad para el mismo, desató importantes y profundas discusiones entre quienes fueron sin dudas los estadistas, intelectuales y políticos más brillantes que nuestra sociedad haya generado en toda su historia.

Había dos posturas principales. Una liderada por Alberdi, quien logró de alguna manera plasmarla en nuestra Constitución. La otra era liderada por Sarmiento, quien de alguna manera pudo llevarla adelante, hasta cierto punto, durante su presidencia.

La primera postura consistía en la idea de que el poder debía quedar en manos de una aristocracia republicana que hiciera respetar la Constitución en el marco de una economía de mercado, de manera tal que paulatinamente la laboriosidad y el sentido de legalidad se vayan implantando en nuestro suelo.

Para acelerar este proceso, Alberdi proponía que se fomentara la inmigración anglosajona, que era para él el pueblo más laborioso y democrático, por lo que era bueno que dentro de lo posible sean sus costumbres las que más contagien e influyan a nuestra sociedad, tan acostumbrada a vivir del Estado y a dejar lo público en manos de una dirigencia lejana, cerrada y excluyente.

La segunda postura, la de Sarmiento, estaba basada en la creencia de que el desarrollo no puede alcanzarse sin democracia, de que no puede haber verdadera economía de mercado si no hay institucionalidad. Y para lograr esto último lo mejor es fomentar la educación y la participación política.

Por eso Sarmiento no se cansó, cuando fue Presidente, de fundar escuelas, alfabetizar, promover la lectura mediante la creación de periódicos y bibliotecas, así como de combatir el caudillismo que para él no era otra cosa que la más descarada desvirtuación de la democracia y de la participación política que él pretendía alentar.

En cuanto a la Constitución de Alberdi, creía que era demasiado centralizada, que debía ser más parecida a la de los Estados Unidos, más federal, mientras que, por el contrario, hacia el final de su vida, Alberdi no sólo escribiría que el mejor sistema es el sistema unitario y que él solamente defendió el federalismo por una cuestión de coyuntura, sino que además apoyaría a Roca, catalogándolo como el gran líder encargado de la “consolidación” del Estado Argentino.

Sarmiento, como Ministro del Interior de Avellaneda, intentó desbaratar la alianza de caudillos que se había formado para colocar a Julio Argentino Roca como Presidente. Pero Tejedor y Roca se unieron en su contra y no le quedó más remedio que renunciar, para lo cual se presentó en el Congreso y, entre otras cosas, dijo:

“Hay una liga de gobernadores. Tengo en mis manos las pruebas y las voy a hacer pedazos. Sí señores, hay una liga de gobernadores que ha hecho fracasar la acción honrada y legítima del ministro del Interior. Se acabaron las contemplaciones. Tengo las manos llenas de verdades y las voy a desparramar a todos los vientos.”

Luego, con la misma idea y las mismas convicciones, escribiría en una premonitoria carta a su amigo Pepe Posse en 1885: “Creo que vamos río abajo y empujados de nuevo hacia la barbarie. Con Juárez Celman (hermano de Roca por el coño) tendremos la república suprimida y absorbida por una familia de ladrones.”

Estas fueron las dos ideas en tensión, básicamente, durante el nacimiento del Estado argentino. Una confiaba más en el poder que en el pueblo, la otra hacía exactamente lo contrario. Y se trataba de una época en la que en el mundo no se ponían en duda las bondades del liberalismo y la democracia, lo que demuestra hasta qué punto nuestra sociedad estaba acostumbrada a otra cosa.

Si triunfó la idea de Alberdi y no la de Sarmiento, fue precisamente porque no puede haber verdadera democracia si no existe un pueblo que quiera ser democrático, con una cultura de interés por lo público y de participación lo suficientemente fuertes. Pero no caben dudas, según mi humilde opinión, de que Sarmiento tenía razón. De hecho, la historia posterior de nuestro país parece demostrarlo.

La economía de mercado no puede existir sin democracia, porque si no hay una desconcentración del ámbito político que implique una real distribución del poder decisión entre la población, las reglas de juego tienden a ser manipuladas según las circunstancias y la concentración del poder termina con la división de poderes, haciendo que el poder esté por encima de la ley y pueda favorecer a sus partidarios y socios económicos en desmedro de la competencia en igualdad de condiciones, que es lo que para Adam Smith generaba la riqueza de las naciones, aumentando la innovación y la producción y generando la mayor cantidad posible de riqueza y de puestos de trabajo, produciendo un círculo virtuoso por el cual el Estado posee cada vez más recursos con cada vez menos necesidades y problemas que solucionar.

El capitalismo, entendido como economía de mercado con condiciones de imparcialidad y desconcentración suficientes para que opere la libre competencia, es compatible con la intervención estatal y el gasto público. Es más, es indispensable para que funcione el capitalismo, que el Estado intervenga sutilmente en la economía, pero con mucha eficacia y decisión, a la hora de evitar la conformación de monopolios u oligopolios.

Siempre que el gasto público no sea tan abultado que el aumento de la demanda sin aumento de oferta, sumado a la reducción del ámbito de influencia de cada individuo por la disminución de su poder de decisión sobre su vida y sus bienes, terminen haciendo que la capacidad y el potencial de las personas sea desaprovechado, es recomendable que el Estado intervenga de la manera más eficiente para igualar las oportunidades. Eso es, después de todo, lo que persigue el capitalismo, que cada gota de esfuerzo se traduzca en una gota de riqueza.

Con lo que no es compatible el capitalismo es la ausencia de división de poderes, que genera discrecionalidad, arbitrariedad, autoritarismo e imprevisión, lo que termina haciendo que la propiedad privada se concentre en manos de los empresarios favorecidos por el gobierno y se restrinjan las oportunidades del resto de la población. Este esquema genera pobreza y a su vez es alentado por esa pobreza que genera.

La democracia y el capitalismo no son fines en sí mismos, sino meras herramientas que desconcentran el poder de decisión entre los ciudadanos, haciendo que cada cual cuente con la mayor capacidad posible de influencia sobre su entorno y sobre sus gobernantes, de manera tal que pueda aprovechar sus capacidades y asegurarse un futuro digno. Es que el único fin en sí mismo es el ser humano.

El nacionalismo, sin embargo, que apareció en nuestro país hacia comienzos del siglo XX, favorecido seguramente por la mentalidad jerárquica y políticamente apática tan arraigada en nuestra población, significó precisamente lo contrario: la reducción del ámbito de libertad del individuo a favor de la concentración del poder y la discrecionalidad del Estado.

Fue así como prosperaron las estructuras políticas de vasallaje a pesar de la práctica formal de la democracia, la que no permitió una evolución cultural basada en la experiencia por culpa de los exagerados, constantes y torpes golpes de Estado llevados a cabo por nuestras Fuerzas Armadas.

Ahora, cuando ya no es posible que haya un golpe de Estado, es cuando la tradicional oligarquía que se alimenta del clientelismo y evita a toda costa la implantación de instituciones republicanas se está sintiendo amenazada por el despertar de un pueblo que no desea otra cosa que el hecho tan elemental de que la política sea una herramienta al servicio de la gente.

Los partidos políticos tradicionales de la Argentina son meras fachadas que esconden una dominación despiadada, basada en el clientelismo y la discrecionalidad propios de la ausencia de división de poderes, la pobreza que genera el capitalismo prebendario y la corrupción que se desprenden de esa discrecionalidad, así como en la ignorancia y la desinformación que son alentadas por todo lo anterior, es decir, por la pobreza y la ineficiencia (o falta de interés) del Estado a la hora de solucionar los problemas de la gente.

Todo esto va de la mano, se retroalimenta y hace que sólo asciendan dentro de la jerarquía partidaria aquellos dirigentes que han demostrado una mayor capacidad para renunciar a principios y escrúpulos a la hora de ejercer el poder (Ej.: D'Elía, Moyano, Moreno, De Vido, los Kirchner, etc.).

Por eso se trata de un sistema que no puede ser calificado, según lo que yo entiendo por democracia, como democrático. Porque el pueblo no decide, y la democracia requiere de una verdadera distribución y desconcentración del poder político, es decir, del poder de decisión respaldado y asegurado por la capacidad de ejercer la violencia, que en una sociedad moderna se encuentra monopolizada por el Estado, garante de reglas de juego claras e imparciales.

Esto se logra con partidos políticos verdaderamente democráticos, que basen su poder en las ideas y que por lo tanto defiendan la división de poderes, que es la única forma de lograr que prevalezcan las reglas de juego por sobre los meros caprichos e intereses del gobernante de turno, siendo el principal requisito una justicia con la independencia y la fuerza suficientes para hacer valer la ley ante cualquier abuso o atropello por parte del Estado.

Esto fue lo que trató de hacer Sarmiento cuando participó hacia fines del siglo XIX en la fundación del Partido Republicano, primer partido orgánico y democrático de la Argentina, y antecedente del Partido Radical, cuyos ideales liberales fueron con el tiempo desplazados por el caudillismo nacionalista de Yrigoyen, lo que hizo que no pueda evolucionar nuestro sistema político por efecto del sufragio universal, surgiendo una oligarquía populista basada en el clientelismo en reemplazo de la oligarquía conservadora basada en el fraude que existía antes.

Acaso fue quizás el hecho de haber percibido esta dirección oligárquica y caudillista que iba tomando el radicalismo lo que hizo que Leandro Alem, participante activo en la conformación del Partido Republicano antes nombrado, al suicidarse, señalara en su carta de despedida a Yrigoyen como uno de los traidores al movimiento y espíritu original del radicalismo.

Yrigoyen fue echado como comisario por haber intervenido a favor del Partido Autonomista en las elecciones de 1874. Luego se juntó con Alem, su pariente, capitalizando su defensa honorable del sufragio universal, la moralidad administrativa y el federalismo, para después, una vez en el gobierno, terminar con la división de poderes, triplicar la burocracia, abusar de las intervenciones federales a las provincias, crear por primera vez puestos públicos con tareas inexistentes, aumentar la deuda interna del Estado e introducir los comités radicales dentro de la función gobernativa, favoreciendo de esa forma la discrecionalidad, el clientelismo y la dependencia del poder público.

Por su parte los militares y el peronismo no hicieron sino alentar este mismo fenómeno de concentración del poder y restricción de los derechos humanos. Y debido a esa elevada concentración del poder que permite el clientelismo y la apatía política, nuestro país nunca pudo constituir una democracia republicana, con división de poderes, transparencia y elevados índices de representatividad.

En definitiva, esa primera discusión entre democracia pura y real o alianza de caudillos que coloquen a alguien en el poder para que garantice sus intereses y defienda su poder arbitrario, aunque en otro contexto, sigue hoy vigente.

Están por un lado los partidos tradicionales, basados en la dominación clientelar y el vasallaje, que naturalmente defienden una democracia meramente formal, en la que el pueblo no decide, sino que es llevado a votar, de la misma manera en que lo llevan a las manifestaciones y actos del gobierno. Y por otro lado están los partidos republicanos, que son los que demandan una democracia real, transparente, con división de poderes y descentralización.

Y estas dos fuerzas en pugna traspasan las divisiones partidarias, porque implican una discusión en torno a lago mucho más profundo, que se refiere al tipo de sistema político que queremos: una oligarquía o una democracia, según el grado de participación de la gente que se promueva y según el consecuente grado de desconcentración del poder político en la sociedad.