
Algunos años más tarde, el célebre discurso de Benjamin Constant pronunciado en el Ateneo de París en febrero de 1819, dejaba más o menos en claro que la Revolución había traído consigo "una nueva libertad", muy diferente a la que experimentaron algunos habitantes de pueblos antiguos como Roma, en tiempos de la República.
La libertad de los modernos "es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser ni arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos. Es el derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a ejercerlo, a disponer de su propiedad, y abusar incluso de ella; a ir y venir sin pedir permiso y sin rendir cuentas de sus motivos o de sus pasos. Es el derecho de cada uno a reunirse con otras personas, sea para hablar de sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran, sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos".
"Comparen ahora esta libertad con la de los antiguos", decía Constant. En la idea de libertad que sustentaban los antiguos "nada se dejaba a la independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni con la industria, ni, sobre todo, con la religión. La facultad de elegir culto, que nosotros vemos como uno de nuestros derechos más preciados, les habría parecido a los antiguos un crimen y un sacrilegio".
A pesar de haber sido elaboradas hace más de dos siglos, tanto la frase de Madame Roland como la distinción de Constant tienen en nuestros días una increíble vigencia.
Por supuesto que "en nombre de la libertad" se siguen cometiendo tremendos crímenes políticos, como la guerra de Irak o el golpe de Estado en Nicaragua. Por supuesto que nuestro ideal de libertad, como seres modernos que somos, sigue conectado a la humana aspiración de no estar sometidos a la voluntad arbitraria de uno o varios individuos.
Pero todavía nos hace falta Constant, o un filósofo de su talla, para ayudarnos a distinguir entre la libertad de mercado y la libertad de empresa, conceptos que normalmente se utilizan como sinónimos o de modo indistinto. Y también una Madame Roland que, camino del supermercado y no de la guillotina, grite aquello de "Oh libertad de empresa, cuántos robos se cometen en tu nombre"
Algunas personas llegan a acostumbrarse a vivir en la opresión. Pero otras seguramente luchan para librarse de ellas.
Gracias, entre otras cosas, al constitucionalismo- nuestra idea de libertad ha venido identificándose cada vez más con la autonomía de los individuos frente al Estado y frente a otras instancias colectivas privadas. El liberalismo, centrado en la idea del hombre como eje de un sistema social en el que todos los individuos son iguales en derechos y obligaciones, le ha ganado la partida a "la otra" idea de libertad, aquella que pregonaba la "autonomía del aparato Estatal" para decidir sobre la vida de los individuos.
Por esta razón es que va siendo tiempo ya de reivindicar la libertad de mercado, no sólo como "free trade", sino como la suprema libertad del individuo (del consumidor) de elegir -libremente, valga la redundancia- entre los diferentes agentes económicos que concurren en el mercado.
Algunos de estos agentes han creído "leer" en la "libertad de empresa" una patente de corso, sin límites de ninguna naturaleza, para hacer lo que les venga en gana con los soberanos derechos del consumidor, y esto no es precisamente lo que asegura el buen funcionamiento de un sistema económico "libre". No hay libertad de mercado ni libertad de empresa cuando el consumidor no es libre y -al contrario- es objeto de abusos y de atropellos que constriñen gravemente su libertad de elegir y de decidir por si mismo.
El caso de España
La economía española va dando muestras cada día de ser una isla dentro de Europa y del mundo.
Esas fenomenales tasas de crecimiento, que llegaron en algún momento a triplicar la media de la Unión Europea; esas cifras descomunales de beneficios de bancos, de constructoras, y de empresas de telecomunicaciones, desconocidas en otros países del entorno; la cantidad de personas desempleadas, la inflación cercana a cero; las cifras que pagan sus grandes clubes por jugadores de fútbol mediocres y algunos otros importantes indicadores macroeconómicos, señalan que España marcha siempre a contracorriente de Europa.
Una de las explicaciones posibles es que la economía de este país, que se dice con mucha pompa "una economía de libre mercado", no es tan libre, ni existe, a veces, el tan cacareado mercado.
Las grandes empresas de este país no conocen lo que es la competencia libre. Operan en mercados cautivos, ayudadas, bien por las administraciones públicas (como en el caso de las constructoras) bien por la alta tasa de bancarización de la economía, y apoyadas por el voraz apetito de una banca que debe de tener los recursos humanos peor formados del mundo.
Basta comprobar aquí lo fácil que resulta darse de alta en una compañía de telefonía, de suministro de servicio eléctrico o de gas; en compañías de seguros, en los propios bancos, y hasta en clubes y colegios; y, correlativamente, lo difícil que resulta darse de baja o simplemente pedir que el banco no pague las facturas de estos servicios.
Por supuesto que existen regulaciones e incluso algunas muy minuciosas como las que rigen en el mercado de las telecomunicaciones. Pero a pesar de ellas y de la actitud aparente de los poderes públicos en tutela del consumidor, existe todavía una sintonía muy fina entre las empresas prestadoras y los bancos, en donde se realiza el débito automático de las facturas, para ralentizar o hacer imposible las bajas de los servicios.
La protección al consumidor es una competencia administrativa de las comunidades autónomas y ayuntamientos españoles, que salvo excepciones, carecen de instrumentos coercitivos de mayor envergadura para alcanzar sus elevados fines. El recurso a los tribunales de justicia, cuando se trata de cuestiones relacionadas con el consumo de bienes o servicios, es una salida poco frecuente, por su elevado coste, por su lentitud y por la leyenda urbana de que "los grandes" disponen siempre de los mejores abogados.
Si a ello se suma que España es un país con una población envejecida, en donde muchas personas mayores carecen de conocimientos suficientes para oponerse a arbitrariedades como éstas, el resultado es un gigantesco negocio que explica, en buena medida, algunas de las que -hasta hace poco- fueron las "excelentes cifras" de la economía española.
Muchas personas mayores, residentes en pueblos, sufren el acoso telefónico de vendedores de seguros que terminan haciéndoles suscribir, por teléfono, sin ningún recaudo documental, innecesarias pólizas, y cargándole los recibos sobre las pobres pensiones que cobran estos ancianos, normalmente a través de los bancos, que operan como facilitadores de estos abusos. Otros sufren los cambios compulsivos de compañía de teléfono, de gas, de luz o de agua, logrados mediante estratagemas tan infantiles que en Salta serían muy evidentes por estúpidas.
Las compañías de telefonía móvil conciertan sus precios a espaldas de la autoridad encargada de luchar contra las prácticas monopolísiticas. Lo mismo hacen los bancos con sus comisiones y tarifas.
Los "grandes" no compiten; simplemente, se reparten el negocio (no el mercado) utilizando para ello la misma "tecnología" de manipulación de las bases de datos, o el engaño al consumidor (por no hablar de fraude liso y llano) para obtener el máximo beneficio a partir de la candidez o la poca información de alguna gente. Los ancianos y los inmigrantes se han convertido en su target específico y en la base de la cautivización de los mercados.
Si esto es la "libertad de empresa" de la que se enorgullece el gobierno, que venga Dios y lo vea. En mi opinión, España no será una auténtica economía de libre mercado sino hasta que se supriman las fuerzas que atenazan al consumidor y lo mantienen oprimido bajo la omnímoda voluntad de unos grandes operadores, que el día en que el consumidor reasuma plenamente su soberanía y esté en condiciones de elegir con quien contratar determinados servicios y a quien pagar, seguramente dejarán de ser tan grandes, o, en el mejor de los casos, dejarán de existir para siempre.